EL PODCAST DE LA SEMANA

lunes, 1 de abril de 2019

UN EJERCICIO TERMINADO: EL MOTO

EL MOTO

ves el mundo según los lentes con que miras

Si Cúcuta no fuese tan calurosa viajaría en bicicleta, sintiendo el gusto de estar vivo en cada pulsación firme y diáfana de ese circuito ciego, que guarda el secreto del tiempo que me queda en este planeta. Pero la asfixia y la desidratación ya no se llevan bien conmigo. Por eso viajo en moto, recorro las calles montado una con nombre de jabón para platos: Único, se llama, pero la bautice “la veloz”. En ella recorro las calles polvorientas de Cúcuta, entre un viento caliente que a veces azota con su barba de arena, dura, como la de papá cuando era joven y lo despedíamos con un beso en la mejilla.

Pero aunque vaya de prisa en “la veloz”, tengo tiempo para rastrear la pobreza de las casi felices barriadas y la pulcra y mísera soledad de las casas ricas. Andando repaso los nacientes paisajes que se tragan, con sus edificios chatos, mis recuerdos de infancia, y avisto a la vieja del peinado alto, que tuerce los labios como si el nieto le hubiese untado caca en el bozo. Tres kilómetros más allá veo —como no verla—, a la muchacha de pelo negro y lacio que abre una ventana. Me parte el alma saber que no la veré nunca más, hermosa y humilde a la vez, viéndome con una indiferencia apabullante, dolorosa; es un dolor que sólo borra el garaje mínimamente entreabierto de una casa viejísima y desportillada, por la que se filtran arrogantes una trompa de camioneta negra, de mafioso emergente, y la mirada achinada y amenazante de un tipo joven que parece preguntarme si me quiero morir ya, allí mismo, en medio de la calle.

Veo eso y más: veo la desgracia de una ciudad en la que nada importa, a excepción de la fiesta estridente, el equipo de fútbol o las fotos de los que mentimos sobre nuestras vidas en las redes sociales. En facebook todos parecemos felices y buenos, aunque desde la moto, por la calle, vistos como tal vez son, casi todos los buenos aparecen cabizbajos, inclinados por el bulto de imposibles que les doblega la espalda. Ahí también están los otros, los libres o los presos de sus ambiciones y pasiones: algunas vestidas de putillas esperan el carro lujoso, algunos oyen reggaetón mientras negocian la muerte de su ex socio, aquel otro grita sus complejos frente a una botella en una tienda de barrio. Y están los que lloran de impotencia por el niño muerto, y la gente buena que uno siente como el aroma de una fruta dulce cuando se la cruza en la calle; van sonriendo su sencillez, respondiendo amables, con caras de tías consejeras o relojeros disciplinados y pobres. Se ve y se siente mucho en moto. La moto es un vehículo distinto, una síntesis de la genial simpleza de la bicicleta y la jactancia del carro. Pero, en honor a la verdad, son pocos los que, puestos a escoger, escogerían la moto.

Soy uno de los pocos motorizados que lo son por gusto. Me siento más vivo cada vez que acelero, como un gladiador de aníme, como el capitán Centella en pos de la inalcanzable justicia del mundo, aunque sólo vaya por el periódico o la caja de dulces. En la moto trato de convencerme de que el sol forja la piel, y si  algo  es seguro en este mundo es que en moto la lluvia moja de verdad, como en la primera tormenta después de la expulsión del paraíso. Me gusta la moto, pero sé que también en ella se vive bajo el signo de la muerte; la de la pareja de sicarios que espera el semáforo al lado nuestro por lo menos una vez en la vida, o la que se siente todos los días, rozándonos el pelo en cada esquina, en cada frenada del carro que viene detrás nuestro.

Todo esto no es algo que solo sienta yo, no es exclusivo lo que veo. Cada quien está un poco atareado en lo suyo, pero al final casi todos los motorizados nos parecemos, usamos la moto para llevar hijos al colegio, vender el sándwich envuelto en papel metálico, entregar películas o llegar a tiempo a  la iglesia para tomar las fotos del matrimonio.

Casi, no digo todos, somos así: gente normal que quiere sobrevivir al calor y  los gobiernos de mierda; pero, y este es el punto, no parece que los taxistas, y mucha gente que conozco, piense lo mismo. Ellos parecen creer que los motorizados somos todos tipos que nacieron torcidos, que merecen castigo por el atrevimiento de jinetear en sus narices la libertad. Ellos no se sienten felices de ir resguardados del sol y la lluvia, y  se retuercen de envidia porque el moto pasa junto a ellos y llegará tres minutos antes a su destino. Y he visto como frenan un poquito después, y los he visto cerrar a la parejita de la chapy —casi nunca al que ruge en una 500 c.c.—.  Algunos me han hecho pisar el borde o casi resbalar a la cuneta. Aunque también andan por ahí los motorizados que arrancan los espejos los carros que esperan el cambio de semáforo, Lo arrancan con el manubrio, pero también con la imprudencia.  

De uno y otro lado no son todos, no pueden serlo. Uno no se vuelve mejor o peor por el simple hecho de montar una moto o un carro. La gente no es mala ni buena por razones tan pueriles, aunque es innegable que algunas cosas predisponen más que otras, manejar 16 horas diarias es una de ellas.

Y yo, que escribo esto sin mucha esperanza, sólo quisiera pedirle al tipo que habla por el celular mientas maneja y al señor de la buseta y al caballero del taxi, que piensen en el moto como una persona: primo, ahijado, compadre, amigo. Pedirles que la próxima vez frenen sin rencor, un poco antes de mi nuca, y pedirles que no me maten; pero dudo que  ellos vayan a leer esto, y creo que la bala en la recamara de mi ruleta rusa se activa cada vez que giro la llave, y yo, un jubilado Capitán Centella, salgo en la cursi misión de traerle dulces a mi gente.

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