EL PODCAST DE LA SEMANA

MAS CRONICAS

Al final de esta historia alguien muere. Es una muerte inesperada. Pero eso sucede al final de esta historia, porque ahora estoy arriba de un Boeing de South African Airways sobrevolando Nairobi. La pista se ve cerca, ridículamente delgada y gris en medio de un mar de tierra tan seca como una cucharada de arena. Arriba del avión va John Hesler, un keniano blanco que casi vomitó cuando el piloto de la nave giró alrededor del Kilimanjaro para que pudiéramos fotografiar el monte más famoso del este de África. Hesler subió al avión en Johannesburgo, adonde había ido a cerrar un gran negocio de importación de televisores. Estudió en Europa, reparte su vida entre Londres y Nairobi, y piensa que la mejor empresa de su vida sería la representación de maratonistas de Kenia.

–Es un gran negocio llevarlos a los circuitos internacionales. Pero hay demasiadas compañías europeas en el tema y estos atletas no son disciplinados –dice John Hesler, quien por ahora prefiere seguir negociando televisores.

Basta aterrizar en el aeropuerto Jomo Kenyatta de Nairobi, la capital de Kenia, para comprobar que África sigue siendo un misterio para los occidentales. Por mi camino se cruzan musulmanes de manos tatuadas y sonrisa cubierta, indios de turbante almidonado y maletín, una reina kikuyu con el rostro decorado por quemaduras, además de varios turistas blancos, la mayoría portando un sombrero de safari. Los safaris, palabra que en lengua swahili significa “viaje”, nacieron hace un siglo y medio como peligrosas jornadas de cacería de multimillonarios y miembros de la realeza europea. Hoy los safaris se han transformado en hordas de aventureros extranjeros –en su mayoría europeos, norteamericanos y japoneses– que han cambiado escopetas por cámaras digitales y cintas de video y, de paso, han convertido al turismo en una de las contadas empresas florecientes en este lado del planeta. Con utilidades de miles de millones de dólares administrados, en su mayoría, por empresas europeas.

Se podría decir que en África los cuatro puntos cardinales del mapa social son el hambre, la pobreza, el sida y el analfabetismo. Que en muchas esquinas hay niños aspirando bolsas de pegamento, y que se te acercan a pedir dinero. Que muchas de las kenianas que visten ropas europeas y están en los bares de extranjeros son prostitutas. Que la dominación inglesa duró hasta 1963 y fue brutal, y que incluso los escritores que se vinieron en esos años a instalar a Kenia –con Ernest Hemingway a la cabeza– vivieron atendidos por una corte de africanos. Que el país ha sido arrasado por plagas terribles de fiebre amarilla y malaria, que el terrorismo musulmán ha explotado varias veces en forma de camiones bomba, con cientos de muertos civiles y la consecuencia de un bajón turístico. Sin embargo, el motivo de esta historia es otro.

He viajado a Nairobi para hablar de éxitos y victorias. De triunfos. Estoy aquí para entender y ver correr a los atletas de Kenia, esos hombres y mujeres flacos como palos, sencillos y modestos, que ganan las más largas carreras del planeta. Africanos exitosos por quienes los grandes clubes deportivos del Primer Mundo, principalmente europeos, llevan varios años de cacería.

Trotar, trotar

Son las siete de la mañana y sobre la berma de la carretera Moi, una de las más importantes de esta ciudad de tres millones de habitantes, miles de kenianos trotan hacia sus trabajos o escuelas. Los automovilistas, en cambio, son de todo el mundo: hombres con turbante, negros de anteojos dorados, blancos en lujosos 4×4. No por nada la capital de Kenia es la ciudad más poderosa del este africano: acá están instaladas las oficinas centrales para Africa de todas las multinacionales, las universidades más prestigiosas de la región y los organismos internacionales de ayuda contra el hambre continental. Pero al lado del asfalto, por esa ancha vereda de tierra al borde del camino, los ciudadanos comunes y corrientes se transportan en dos pies, trotando alegremente.

Un keniano promedio corre entre cuatro y seis kilómetros diarios, y por la orilla de la carretera Moi trota gente de todas las edades. Hombres solos y en equipo. Niños con sus cuadernos y ancianos sin pelo. Grupos de amigos y familias completas. Muchos acompañan las zancadas cantando, como si realmente fueran felices, como si correr todos los días a las siete de la mañana para ir al trabajo fuera una bendición más que una tortura.

–Así se vive acá y así se van formando los atletas –dice Karl Vain, mientras me lleva por la carretera en su jeep. Tiene barba, calva, ojos claros, dos hijos, esposa flaca, colección de artesanía africana y un empleo en el gigantesco edificio de Habitat, la oficina mundial de las Naciones Unidas para la vivienda.

En un país donde las industrias más importantes son el turismo, las flores y el café, los corredores de Kenia se han convertido en su exportación más prestigiosa. Karl Vain me suelta estadísticas. Las pasadas siete maratones de Boston, cuatro de las últimas cinco de Nueva York, además de las de Rotterdam y Roma fueron ganadas por kenianos. A eso hay que sumar cinco récords mundiales en junior y tres en mujeres, todos en competencias de fondo. Sin olvidar la supremacía absoluta en el cross country ni la sorprendente trayectoria de Wilson Kipketer.

Kipketer es un símbolo de la nueva Kenia. No aparece en ningún billete ni tiene monumentos, como el presidente Daniel Arap Moi ni como el prócer Jomo Kenyatta, pero todos hablan de él. Para algunos se trata simplemente de un bastardo. Otros, en cambio, ven en él un buen ejemplo de progreso. Por eso Karl se entusiasma tanto en contar su historia. Y aunque vamos en la carretera Moi arriba de un jeep de la ONU, camino al estadio para las prácticas matutinas, por un minuto su relato se apodera de la conversación y uno se lo imagina todo claramente: por la mañana Wilson Kipketer sale de su departamento lujoso en un buen barrio de Copenhague, Dinamarca. Hace frío; por eso el atleta lleva abrigo largo y se apura en subirse al automóvil deportivo y calefaccionado. Va de la mano de su novia europea, y antes de los entrenamientos pasa por la Universidad de Dinamarca, donde está matriculado en ingeniería eléctrica. Su representante lo llama al celular para decirle que le acaba de cerrar tres carreras para el próximo mes. Pese a sus largas horas de entrenamiento, las piernas que lo han hecho millonario siguen flacas. Flacas como escopetas. Flacas como un keniano.

Correr tras un sueño

Las oxidadas rejas del Nyayo Stadium están a medio abrir. No hay guardias de seguridad ni cámaras de control, ni nada que impida que uno entre sin preguntar ni decir nada. El estadio, donde se entrenan varios de los mejores corredores jóvenes, podría ser el campo deportivo de un equipo de fútbol de medianía de la tabla en la primera división sudamericana: con la diferencia de que aquí, el pasto de la cancha está seco como una toalla amarilla y casi toda la actividad se concentra fuera del rectángulo, en la pista atlética. Al centro del estadio, un grupo de atletas dobla sus piernas como si fueran de goma. Otros, en la pista, giran en tandas de media hora. Estoy en el corazón del atletismo competitivo de Kenia.

Philip Mosima, quien entrena hoy, es el dueño del récord mundial juvenil de los cinco mil metros, que ganó en Roma. Tiene unos 20 años, acaba de dejar el ejército y trae sus gastadas zapatillas con clavos en una bolsa de nailon que parece ser su equipaje de mano. Es bajo y flaco. Su cuerpo no da cuenta de un atleta de nivel mundial, de un fondista que espera firmar luego por algún club atlético de Inglaterra, Alemania o Dinamarca.
Mosima tiene las piernas tan delgadas como sus dedos. Parece tímido, aunque su cara se transforma y se le dibuja una larga sonrisa cuando le pregunto cuáles son sus sueños de atleta.

–Tengo ganas de salir de acá y correr en Europa. Me gustaría estar en todos los Grand Prix –dice, sentado sobre el pasto muerto mientras se amarra las zapatillas.
–¿Quieres ser como Kipketer?
Al escuchar la palabra Kipketer automáticamente los ojos le brillan. Una luz que se desvanece pronto, porque una reciente lesión en su rodilla derecha espantó automáticamente a los representantes europeos en busca de promesas.
–Sí, me gustaría seguir sus pasos –responde, mientras estira sus piernas.
–¿Pero él dejó de ser keniano?
–Nunca dejará de serlo, pero sólo que ahora corre por otro país y ha asegurado su futuro económico para siempre.
–¿Y qué te falta para seguir sus pasos?
–Tengo que mejorar, y así volver a mi nivel de marcas. Es la única manera de salir. Afuera están las mejores competencias, con los mejores premios.

Otro de los que esta mañana practican en el Nyayo Stadium es John Kosgei, que es otra historia. Viste un buzo azul, una cadena de oro en el cuello y una picadura enorme en su pómulo derecho. Especialista en tres mil metros y sin récord mundial por ahora, se conforma con salir lo justo del país, sin estar mucho tiempo lejos de su barrio de Nairobi, ese donde es el chico más popular y tiene novia, y todos lo quieren porque esto de ser atleta en Africa es tanto o más que ser futbolista en Sudamérica.

–No me gusta estar fuera de mi país mucho tiempo. Sí me gustan las competencias, los campeonatos, pero no quiero hacer mi vida afuera como imaginan otros –dice, tranquilamente, y agrega que sueña con tener una carrera deportiva como la de su ídolo Kipchoge Keino: el keniano que más medallas olímpicas ganó para el país y quien, a diferencia de Kipketer, prefirió quedarse en Kenia con una vida sencilla.

Edwin es un joven sin pergaminos, pero lleno de ganas, que aún no logra decidirse entre la fuga al éxito o la dura pelea en casa.

–¿Cómo te ves en unos años? –le pregunto cuando hablamos de las carreras deportivas de sus compañeros.
–No lo sé. Por ahora sólo quiero mejorar mis marcas. Eso es lo que más me preocupa.

Con la singular hermosura de su trote, los atletas de Kenia no se detienen; siguen, sin parar, sudando como si fueran esclavos, pero felices, porque en sus condiciones naturales pueden sacar ventaja mundial.

Me siento en las graderías de este inesperado laboratorio a verlos correr en tandas redondas. A mi lado está Karl Vain, el alemán que trabaja para la ONU y que me acompañó hasta aquí. Es el único rubio de todo el estadio y mientras me habla, algunos atletas de la pista lo miran de reojo. Como si pensaran que Karl, en vez de trabajar por la vivienda mundial en su oficina de Habitat, fuera aquel representante que los va a colocar en alguna universidad europea con hambre de medallas. Afuera del Nyayo Stadium, un grupo de niños con hambre de comida pide monedas.

Kenia es un país de tribus que siguen luchando por la conquista de territorios y rebaños. Los más conocidos en Occidente son los masai, pero la totalidad de los atletas kenianos pertenece a la comunidad de los nandi. A fines del siglo diecinueve, esta tribu llegó a ser la más poderosa del país, y es la misma a la que pertenece Daniel Arap Moi, el presidente de la nación por quinto período consecutivo.

–Los nandi son un pueblo de pastores que se ubica en la zona del Rift Valley. Viven en los cerros. Por lo menos, corren media maratón al día –dice Peter Njenga, periodista deportivo de Nairobi–. La falta de oxígeno, por la altura, les ha llevado a tener pulmones más grandes y eso ayuda mucho en la resistencia física.
Njenga es un experto en el tema de los atletas y cronista estrella del National Newspaper, el diario de mayor circulación en Kenia y uno de los más influyentes en todo Africa. Sus oficinas están en el centro de Nairobi y, como en cualquier edificio del país, las fotos del presidente Daniel Arap Moi están en cada pared. Es la ley, la que se debe respetar en los hoteles, discotecas, restaurantes y cualquier lugar público.

Vencer con nada
Peter Njenga me cuenta que en las últimas olimpíadas los kenianos siguieron las carreras por televisión a las cuatro de la mañana. Parece insólito: un país muy pobre desvelado toda la noche para ver un maratón. Cuando los atletas volvieron a Nairobi, una turba llegó hasta el aeropuerto a recibir a sus héroes.

Pero a pesar de toda la popularidad, en Kenia no hay mercadeo para esta práctica. No se venden camisetas de los maratonistas, no hay zapatillas autografiadas ni empresas que paguen para que su marca aparezca en la panza de los fondistas. Y sin embargo, contrariando las leyes del deporte de mercado, pese a la virginidad del merchandising, los corredores siguen triunfando en todo el mundo. Venciendo con nada.

–La única explotación económica es a ellos –dice Njenga, y no se equivoca. En una carrera de segundo orden a nivel mundial, como el maratón brasileño de San Silvestre, se les llega a pagar diez mil dólares sólo por participar.
–El problema es que se les sobreexplota y se queman muy temprano. Sus carreras duran tres o cuatro años –dice Njenga.

A los atletas de elite que se quedan en el país el gobierno de Moi les ha dado trabajo en el ejército. Las tres cuartas partes de los deportistas destacados son militares, lo que les permite dedicarse casi exclusivamente a correr, recibir un sueldo y ordenar sus horarios. Todo este ambiente de verdaderos aficionados, casi amateur, antiprofesional, hace que la mayoría de los atletas no puedan sobrevivir fuera de Kenia. Los expertos internacionales suelen acusar a los atletas kenianos de tener una fe ciega en sus condiciones naturales y de no preocuparse por el largo plazo de sus carreras como deportistas. Ni de su porvenir económico.

Mosima, el corredor que alguna vez quiso ser artesano, está seguro de que él sí triunfaría en el extranjero. Para eso está trabajando, en espera de recuperarse de su lesión. Ni siquiera sale con amigos y por ahora prefiere no tener novia. Edwin, en cambio, el de los brazos que siempre están doblados, tiene un futuro más incierto. Ni sus grandes condiciones naturales le han facilitado resolver su gran dilema: competir ferozmente en el extranjero o seguir con las incertidumbres en Nairobi.

Anoche tuve un sueño insólito. Estaba trotando por la calle Biashara, en el centro de Nairobi, junto a cinco kenianos: una mujer que parecía prostituta y llevaba tacos altos, un niño desnutrido, un anciano de sombrero inglés y manos de esclavo, y dos atletas de Kenia con camisetas de clubes europeos. Corríamos tranquilamente y la calle estaba repleta de animales: jirafas, elefantes, leones y rinocerontes, todos sentados, como conversando entre sí. Corríamos rápido, y yo era el único que me cansaba. Yo hacía un triple esfuerzo por alcanzarlos, pero se me iban, cada vez más, hasta que terminé por caerme. Ahí me quedaba, con la cara en el suelo, cuando se detenía frente a mí una camioneta de las Naciones Unidas. Por la ventana de la 4×4 diplomática se asomaba un gringo, con sombrero de safari y protector solar en la nariz, que se ofrecía para llevarme. Justo en ese momento desperté.

Desperté en mi cama del Inter-Continental de Nairobi, unas horas antes de una recepción de la Embajada de Chile. Y ahora estoy en la recepción, rodeado de altos ejecutivos europeos, embajadores y cónsules de medio mundo y personalidades de la política local. He caído en un círculo cerrado donde se habla de atletas. Y aquí me quedo, escuchando una charla que parece que fuera de caballos. Un tal Chris, que se dice general manager de una firma llamada Colsult, tiene todos los tics de ser un buscador de atletas exportables.

–Los corredores de acá se están adaptando maravillosamente a Europa –dice él–. La clave es llevarlos en grupo. Y hay que inscribirlos en los campeonatos de primavera y verano; rinden mejor en estadios al aire libre que indoor.
Aquí adentro, el techo es alto y de él cuelgan unas grandes lámparas que nos alumbran a todos. En la calle, al aire libre, la noche de Nairobi está fresca y según algunos, muy peligrosa.

En su memoria

Hoy el National Newspaper publica cuatro páginas, a todo color, con cuerpos mutilados. La noticia del día es una batalla entre tribus rivales, en un barrio de la periferia de Nairobi. El enfrentamiento terminó con 25 muertos a piedrazos y palos.

Nada nuevo, parece decirme el taxista, levantando los hombros. La noche anterior, en uno de los bares del centro de la capital, entre gringos de organismos internacionales y kenianas de cartera roja y zapatos de charol, me enteré de que esa tarde también había muerto uno de los corredores que conocí en el Nyayo Stadium. Me lo dijo una española que conoce bien a Karl Vain, el alemán que me llevó a los entrenamientos.
–Nadie sabe quién es. Murió atropellado por un jeep, camino a su casa.

Edwin era un atleta sin pergaminos y no sabía si salir de Kenia o quedarse acá.Vivía con los brazos doblados, como si siempre hubiera estado en carrera contra el tiempo. Todo le pasó tan rápido que ni siquiera alcanzó a decidir su futuro. Usando el frío punto de vista de los negociadores de atletas, la muerte de este corredor indeciso y sin títulos se trataría de una pérdida intrascendente.

Acabo de tomar un taxi y al rato, mirando por la ventana, he perdido la cuenta de los adolescentes que van trotando a sus casas. Por la memoria de Edwin, atropellado por un jeep, creo que celebraré cada vez que un atleta de Kenia gane una prueba internacional. Da lo mismo que sea un “bastardo” que corre por un club italiano, francés, danés o keniano, o un “héroe” que sigue defendiendo los colores de su país, apostando por una vida sencilla. Sólo importa que sea uno de estos nairobianos que ahora dan pasos de zancudo por el lado de mi ventana, la mayoría de ellos cantando, como si realmente fueran felices.



A fines de 1969, tres generales del Pentágono cenaron con cuatro militares chilenos en una casa de los suburbios de Washington. El anfitrión era el entonces coronel Gerardo López Angulo, agregado aéreo de la misión militar de Chile en los Estados Unidos, y los invitados chilenos eran sus colegas de las otras armas. La cena era en honor del Director de la escuela de Aviación de Chile, general Toro Mazote, quien había llegado el día anterior para una visita de estudio. Los siete militares comieron ensalada de frutas y asado de ternera con guisantes, bebieron los vinos de corazón tibio de la remota patria del sur donde había pájaros luminosos en las playas mientras Washington naufragaba en la nieve, y hablaron en inglés del único que parecía interesar a los chilenos en aquellos tiempo: las elecciones presidenciales del próximo septiembre. A los postres, uno de los generales del Pentágono preguntó qué haría el ejército de Chile si el candidato de la izquierda Salvador Allende ganaba las elecciones. El general Toro Mazote contestó: “Nos tomaremos el palacio de la Moneda en media hora, aunque tengamos que incendiarlo”
Uno de los invitados era el general Ernesto Baeza, actual director de la Seguridad Nacional de Chile, que fue quien dirigió el asalto al palacio presidencial en el golpe reciente, y quien dio la orden de incendiarlo. Dos de sus subalternos de aquellos días se hicieron célebres en la misma jornada: el general Augusto Pinochet, presidente de la Junta Militar, y el general Javier Palacios, que participó en la refriega final contra Salvador Allende. También se encontraba en la mesa el general de brigada aérea Sergio Figueroa Gutiérrez, actual ministro de Obras Públicas, y amigo íntimo de otro miembro de la Junta Militar, el general del aire Gustavo Leigh, que dio la orden de bombardear con cohetes el palacio presidencial. El último invitado era el actual almirante Arturo Troncoso, ahora gobernador naval de Valparaíso, que hizo la purga sangrienta de la oficialidad progresista de la Marina de guerra, e inició el alzamiento militar en la madrugada del 11 de septiembre.
Aquella cena histórica fue el primer contacto del Pentágono con oficiales de las cuatro armas chilenas. En otras reuniones sucesivas, tanto en Washington como en Santiago, se llegó al acuerdo final de que los militares chilenos más adictos al alma y a los intereses de los Estados Unidos se tomarían el poder en caso de que la Unidad Popular ganara las elecciones. Lo planearon en frío, como una simple operación de guerra, y sin tomar en cuenta las condiciones reales de Chile.
El plan estaba elaborado desde antes, y no sólo como consecuencia de las presiones de la International Telegraph & Telephone (I.T.T), sino por razones mucho más profundas de política mundial. Su nombre era “Contingency Plan”. El organismo que la puso en marcha fue la Defense Intelligence Agency del Pentágono, pero la encargada de su ejecución fue la Naval Intelligency Agency, que centralizó y procesó los datos de las otras agencias, inclusive la CIA, bajo la dirección política superior del Consejo Nacional de Seguridad. Era normal que el proyecto se encomendara a la marina, y no al ejército, porque el golpe de Chile debía coincidir con la Operación Unitas, que son las maniobras conjuntas de unidades norteamericanas y chilenas en el Pacífico. Estas maniobras se llevaban a cabo en septiembre, el mismo mes de las elecciones y resultaba natural que hubiera en la tierra y en el cielo chilenos toda clase de aparatos de guerra y de hombres adiestrados en las artes y las ciencias de la muerte.
Por esa época, Henry Kissinger dijo en privado a un grupo de chilenos: “No me interesa ni sé nada del Sur del Mundo, desde los Pirineos hacia abajo. El Contingency Plan estaba entonces terminado hasta su último detalle, y es imposible pensar que Kissinger no estuviera al corriente de eso, y que no lo estuviera el propio presidente Nixon.
Chile es un país angosto, con 4.270 kilómetros de largo y 190 de ancho, y con 10 millones de habitantes efusivos, dos de los cuales viven en Santiago, la capital. La grandeza del país no se funda en la cantidad de sus virtudes, sino el tamaño de sus excepciones. Lo único que produce con absoluta seriedad es mineral de cobre, pero es el mejor del mundo, y su volumen de producción es apenas inferior al de Estados Unidos y la Unión Soviética. También produce vinos tan buenos como los europeos, pero exportan poco porque casi todos se los beben los chilenos. Su ingreso per cápita, 600 dólares, es de los más elevados de América Latina, pero casi la mitad del producto nacional bruto se lo reparten solamente 300.000 personas. En 1932, Chile fue la primera república socialista del continente, y se intentó la nacionalización del cobre y el carbón con el apoyo entusiasta de los trabajadores, pero la experiencia sólo duró 13 días. Tiene un promedio de un temblor de tierra cada dos días y un terremoto devastador cada tres años. Los geólogos menos apocalípticos consideran que Chile no es un país de tierra firme sino una cornisa de los Andes en una océano de brumas, y que todo el territorio nacional, con sus praderas de salitre y sus mujeres tiernas, está condenado a desaparecer en un cataclismo.
Los chilenos, en cierto modo, se parecen mucho al país. Son la gente más simpática del continente, les gusta estar vivos y saben estarlo lo mejor posible, y hasta un poco más, pero tienen una peligrosa tendencia al escepticismo y a la especulación intelectual. “Ningún chileno cree que mañana es martes”, me dijo alguna vez otro chileno, y tampoco él lo creía. Sin embargo, aún con esa incredulidad de fondo, o tal vez gracias a ella, los chilenos han conseguido un grado de civilización natural, una madurez política y un nivel de cultura que son sus mejores excepciones. De tres premios Nobel de literatura que ha obtenido América Latina, dos fueron chilenos. Uno de ellos, Pablo Neruda, era el poeta más grande de este siglo.
Todo esto debía saberlo Kissinger cuando contestó que no sabía nada del sur del mundo, porque el gobierno de los Estados Unidos conocía entonces hasta los pensamientos más recónditos de los chilenos. Los había averiguado en 1965, sin permiso de Chile, en una inconcebible operación de espionaje social y político: el Plan Camelot. Fue una investigación subrepticia mediante cuestionarios muy precisos, sometidos a todos los niveles sociales, a todas las profesiones y oficios, hasta en los últimos rincones del país, para establecer de un modo científico el grado de desarrollo político y las tendencias sociales de los chilenos. En el cuestionario que se destinó a los cuarteles, figuraba la pregunta que cinco años después volvieron a oír los militares chilenos en la cena de Washington: “¿Cuál será la actitud en caso de que el comunismo llegue al poder? La pregunta era capciosa. Después de la operación Camelot, los Estados Unidos sabían a cierta que Salvador Allende sería elegido presidente de la República.
Chile no fue escogido por casualidad para este escrutinio. La antigüedad y la fuerza de su movimiento popular, la tenacidad y la inteligencia de sus dirigentes, y las propias condiciones económicas y sociales del país permitían vislumbrar su destino. El análisis de la operación Camelot lo confirmó: Chile iba a ser la segunda república socialista del continente después de Cuba. De modo que el propósito de los Estados Unidos no era simplemente impedir el gobierno de Salvador Allende para preservar las inversiones norteamericanas. El propósito grande era repetir la experiencia más atroz y fructífera que ha hecho jamás el imperialismo en América Latina: Brasil.
El 4 de septiembre de 1970, como estaba previsto, el médico socialista y masón Salvador Allende fue elegido presidente de la República. Sin embargo, el Contingency Plan no se puso en práctica. La explicación más corriente es también la más divertida: alguien se equivocó en el Pentágono, y solicitó 200 visas para un supuesto orfeón naval que en realidad estaba compuesto por especialistas en derrocar gobiernos, y entre ellos varios almirantes que ni siquiera sabían cantar. El gobierno chileno descubrió la maniobra y negó las visas. Este percance, se supone, determinó el aplazamiento de la aventura. Pero la verdad es que el proyecto había sido evaluado a fondo: otras agencias norteamericanas, en especial la CIA y el propio embajador de los Estados Unidos en Chile, Edward Korry, consideraron que el Contingency Plan era sólo una operación militar que no tomaba en cuenta las condiciones actuales de Chile.
En efecto, el triunfo de la Unidad Popular no ocasionó el pánico social que esperaba el Pentágono. Al contrario, la independencia del nuevo gobierno en política internacional, y su decisión en materia económica, crearon de inmediato un ambiente de fiesta social. En el curso del primer año se habían nacionalizado 47 empresas industriales, y más de la mitad del sistema de créditos. La reforma agraria expropió e incorporó a la propiedad social 2.400.000 hectáreas de tierras activas. El proceso inflacionario se moderó: se consiguió el pleno empleo y los salarios tuvieron un aumento efectivo de un 40 por ciento.
El gobierno anterior, presidido por el demócrata cristiano Eduardo Frei, había iniciado un proceso de chilenización del cobre. Lo único que hizo fue comprar el 51 por ciento de las minas, y sólo por la mina de El Teniente pagó una suma superior al precio total de la empresa. La Unidad Popular recuperó para la nación con un solo acto legal todos los yacimientos de cobre explotados por las filiales de compañías norteamericanas, la Anaconda y la Kennecott. Sin indemnización: el gobierno calculaba que las dos compañías habían hecho en 15 años una ganancia excesiva de 80.000 millones de dólares.
La pequeña burguesía y los estratos sociales intermedios, dos grandes fuerzas que hubieran podido respaldar un golpe militar en aquel momento, empezaban a disfrutar de ventajas imprevistas, y no a expensas del proletariado, como había ocurrido siempre, sino a expensas de la oligarquía financiera y el capital extranjero. Las fuerzas armadas, como grupo social, tienen la misma edad, el mismo origen y las mismas ambiciones de la clase media y no tenían motivo, ni siquiera una coartada, para respaldar a un grupo exiguo de oficiales golpistas. Consciente de esa realidad, la Democracia Cristiana no solo no patrocinó entonces la conspiración de cuartel, sino que se opuso resueltamente porque la sabía impopular dentro de su propia clientela.
Su objetivo era otro: perjudicar por cualquier medio la buena salud del gobierno para ganarse las dos terceras partes del Congreso en las elecciones de marzo de 1973. Con esa proporción podía decidir la destitución constitucional del presidente de la República.
La Democracia Cristiana era una grande formación inter-clasista, con una base popular auténtica en el proletariado de la industria moderna, en la pequeña y media industria moderna, en la pequeña y media propiedad campesina, y en la burguesía y la clase media de las ciudades. La Unidad Popular expresaba al proletariado obrero menos favorecido, al proletariado agrícola, a la baja clase media de las ciudades.
La Democracia Cristiana, aliada con el Partido Nacional de extrema derecha, controlaba el Congreso. La Unidad Popular controlaba el poder ejecutivo. La polarización de esas dos fuerzas iba a ser, de hecho, la polarización del país. Curiosamente, el católico Eduardo Frei, que no cree en el marxismo, fue quien aprovechó mejor la lucha de clases, quien la estimuló y exacerbó; con el propósito de sacar de quicio al gobierno y precipitar al país por la pendiente de la desmoralización y el desastre económico.
El bloqueo económico de los Estados Unidos por la expropiaciones sin indemnización y el sabotaje interno de la burguesía hicieron el resto. En Chile se produce todo, desde automóviles hasta pasta dentífrica, pero la industria tiene una identidad falsa: en las 160 empresas más importantes, el 60 por ciento era capital extranjero, y el 80 por ciento de sus elementos básicos importados. Además, el país necesitaba 300 millones de dólares anuales para importar artículos de consumo, y otros 450 millones para pagar los servicios de la deuda externa. Los créditos de los países socialistas no remediaban la carencia fundamental de repuestos, pues toda industria chilena, la agricultura y el transporte, estaban sustentados por equipo norteamericano. La Unión Soviética tuvo que comprar trigo de Australia para mandarlo a Chile, porque ella misma no tenía y a través del Banco de la Europa del Norte, de París, le hizo varios empréstitos sustanciosos en dólares efectivos. Cuba, en un gesto que fue más ejemplar que decisivo, mandó un barco cargado de azúcar regalada. Pero las urgencias de Chile eran descomunales. Las alegres señoras de la burguesía, con el pretexto del racionamiento y de las pretensiones excesivas de los pobres, salieron a la plaza pública haciendo sonar sus cacerolas vacías. No era casual, sino al contrario, muy significativo, que aquel espectáculo callejero de zorros plateados y sombreros de flores ocurriera la misma tarde que Fidel Castro terminaba una visita de treinta días que había sido un terremoto de agitación social.
La última cueca feliz de Salvador Allende
El Presidente Salvador Allende comprendió entonces, y lo dijo, que el pueblo tenía el gobierno pero no tenía el poder. La frase más alarmante, porque Allende llevaba dentro una almendra legalista que era el germen de su propia destrucción: un hombre que peleó hasta la muerte en defensa de la legalidad hubiera sido capaz de salir por la puerta mayor de la Moneda, con la frente en alto, si lo hubiera destituido el congreso dentro del marco de la constitución.
La periodista y política Rossana Rossanda, que visitó a Allende por aquella época, lo encontró envejecido, tenso y lleno de premoniciones lúgubres, en el diván de cretona amarilla donde había de reposar el cadáver acribillado y con la cara destrozada por un culatazo de fusil. Hasta los sectores más comprensivos de la Democracia Cristiana estaban entonces contra él. “¿Inclusive Tomic?” – le preguntó Rossana. -”Todos”, contestó, Allende.
En vísperas de las elecciones de marzo de 1973, en las cuales se jugaba su destino, se hubiera conformado con que la Unidad Popular obtuviera el 36 por ciento. Sin embargo, a pesar de la inflación desbocada, del racionamiento feroz, del concierto de olla de las cacerolinas alborotadas, obtuvo el 44 por ciento. Era una victoria tan espectacular y decisiva, que cuando Allende se quedó en el despacho, sin más testigos que su amigo y confidente, Augusto Olivares, hizo cerrar la puerta y bailó solo una cueca.
Para la Democracia Cristiana, aquella era la prueba de que el proceso democrático promovido por la Unidad Popular no podía ser contrariado con recursos legales, pero careció de visión para medir las consecuencias de su aventura: es un caso imperdonable de irresponsabilidad histórica. Para los Estados Unidos era una advertencia mucho más importante que los intereses de las empresas expropiadas; era un precedente inadmisible en el progreso pacífico de los pueblos del mundo, pero en especial para los de Francia e Italia, cuyas condiciones actuales hacen posible la tentativa de experiencias semejantes a las de Chile: todas las fuerzas de la reacción interna y externa se concentraron en un bloque compacto.
En cambio los Partidos de la Unidad Popular cuyas grietas internas era mucho más profundas de lo que se admite, no lograron ponerse de acuerdo con el análisis de la votación de marzo. El gobierno se encontró sin recursos, reclamado desde un extremo por los partidarios de aprovechar la evidente radicalización de las masas para dar un salto decisivo en el cambio social, y los más moderados que temían al espectro de la guerra civil y confiaban en llegar a un acuerdo regresivo con la Democracia Cristiana. Ahora se ve con mucha claridad que esos contactos, por parte de la oposición no eran más que un recurso de distracción para ganar tiempo.
La CIA y el paro nacional
La huelga de camioneros fue el detonante final. Por su geografía fragorosa, la economía chilena está a merced de su transporte rodado. Paralizarlo es paralizar el país. Para la oposición era muy fácil hacerlo, porque el gremio del transporte era de los más afectados por la escasez de repuestos, y se encontraba además amenazado por la disposición del gobierno de nacionalizar el transporte con equipos soviéticos. El paro se sostuvo hasta el final, sin un solo instante de desaliento, porque estaba financiado desde el exterior con dinero efectivo. La CIA inundó de dólares el país para apoyar el Paro Patronal, y esa divisa bajó en la bolsa negra, escribió Pablo Neruda a un amigo en Europa. Una semana antes del golpe se había acabado el aceite, la leche y el pan.
En los últimos días de la Unidad Popular, con la economía desquiciada y el país al borde de la guerra civil, las maniobras del gobierno y de la oposición se centraron en la esperanza de modificar, cada quien a su favor, el equilibrio de fuerzas dentro del ejército. La jugada final fue perfecta: cuarenta y ocho horas antes del golpe, la oposición había logrado descalificar a los mandos superiores que respaldaban a Salvador Allende, y habían ascendido en su lugar, uno por uno, en una serie de enroques y gambitos magistrales a todos los oficiales que habían asistido a la cena de Washington.
Sin embargo, en aquel momento el ajedrez político había escapado a la voluntad de sus protagonistas. Arrastrados por una dialéctica irreversible, ellos mismos terminaron convertidos en ficha de un ajedrez mayor, mucho más complejo y políticamente mucho más importante que una confabulación consciente entre el imperialismo y la reacción contra el gobierno del pueblo. Era una terrible confrontación de clases que la habían provocado, una encarnizada rebatiña de intereses contrapuestos cuya culminación final tenía que ser un cataclismo social sin precedentes en la historia de América.
El ejército más sanguinario del mundo 
Un golpe militar, dentro de las condiciones chilenas, no podía ser incruento. Allende lo sabía. No se juega con fuego, le había dicho a la periodista italiana Rossana Rossanda. Si alguien cree que en Chile un golpe militar será como en otros países de América, como un simple cambio de guardia en la Moneda, se equivoca de plano. Aquí, si el ejército se sale de la legalidad, habrá un baño de sangre. Será Indonesia. Esa certidumbre tenía un fundamento histórico.
Las fuerzas armadas de Chile, el contrario de lo que se nos ha hecho creer, han intervenido en la política cada vez que se han visto amenazados sus intereses de clase y lo han hecho con un tremenda ferocidad represiva. Las dos constituciones que ha tenido el país en un siglo fueron impuestas por las armas y el reciente golpe militar era la sexta tentativa de los últimos cincuenta años.
El ímpetu sangriento del ejército chileno le viene de su nacimiento, en la terrible escuela de la guerra cuerpo a cuerpo contra los araucanos, que duró 300 años. Uno de los precursores se vanagloriaba, en 1620, de haber matado con su propia mano, en una sola acción, a más de 2.000 personas. Joaquín Edwards Bello cuenta en sus crónicas que durante una epidemia de tifo exantemático, el ejército sacaba a los enfermos de sus casas y los mataba con un baño de veneno para acabar con la peste. Durante una guerra civil de siete meses en 1891, hubo 10.000 muertos en una sola batalla. Los peruanos aseguran que durante la ocupación de Lima, en la guerra del Pacífico, los militares chilenos saquearon la biblioteca de don Ricardo Palma, pero que no usaban los libros para leerlos, sino para limpiarse el trasero.
Con mayor brutalidad han sido reprimidos los movimientos populares. Después del terremoto de Valparaíso, en 1906, las fuerzas navales liquidaron la organización de los trabajadores portuarios con una masacre de 8.000 obreros. En Iquique, a principios del siglo, una manifestación de huelguistas se refugió en la teatro municipal, huyendo de la tropa y fue ametrallada: hubo 2.000 muertos. El 2 de abril de 1957 el ejército reprimió una asonada civil en el centro de Santiago causando un número de víctimas que nunca se pudo establecer, porque el gobierno escamoteó los cuerpos en entierros clandestinos. Durante una huelga en la mina de El Salvador, bajo el gobierno de Eduardo Frei, una patrulla militar dispersó a bala una manifestación y mató a seis personas, entre ellas varios niños y una mujer encinta. El comandante de la plaza era un oscuro general de 52 años, padre de cinco niños, profesor de geografía y autor de varios libros sobre asuntos militares: Augusto Pinochet.
El mito del legalismo y la mansedumbre de aquel ejército carnicero había sido inventado en interés propio de la burguesía chilena. La Unidad Popular lo mantuvo con la esperanza de cambiar a su favor la composición de clase de los cuadros superiores. Pero Salvador Allende se sentía más seguro entre los carabineros, un cuerpo armado de origen popular y campesino que estaba bajo el mando directo del presidente de la República. En efecto, sólo los oficiales más antiguos de los Carabineros secundaron el golpe. Los oficiales jóvenes se atrincheraron en la escuela de Sub-oficiales de Santiago y resistieron durante cuatro días, hasta que fueron aniquilados desde el aire con bombas de guerra.
Esa fue la batalla más conocida de la contienda secreta que se libró en el interior de los cuarteles la víspera del golpe. Los golpistas asesinaron a los oficiales que se negaron a secundarlos y a los que no cumplieron las órdenes de represión. Hubo sublevaciones de regimientos enteros, tanto en Santiago como en la provincia que fueron reprimidas sin clemencia y sus promotores fueron fusilados para escarmiento de la tropa. El comandante de los coraceros de Viña del Mar, coronel Cantuarias, fue ametrallado por sus subalternos. El gobierno actual ha hecho creer que muchos de esos soldados leales fueron víctimas de la resistencia popular. Pasará tiempo antes de que se conozcan las proporciones reales de esa carnicería interna, porque los cadáveres eran sacados de los cuarteles en camiones de basura y sepultados en secreto. En definitiva, sólo medio centenar de oficiales de confianza, al frente de tropas depuradas de antemano, se hicieron cargo de la represión.
Numerosos agentes extranjeros tomaron parte en el drama. El bombardeo del palacio de la Moneda, cuya precisión técnica asombró a los expertos, fue hecho por un grupo de acróbatas aéreos norteamericanos que habían entrado con la pantalla de la operación Unitas, para ofrecer un espectáculo de circo volador el próximo 18 de septiembre, día de la independencia nacional. Numerosos policías secretos de los gobiernos vecinos, infiltrados por la frontera de Bolivia, permanecieron escondidos hasta el día del golpe y desataron una persecución encarnizada contra unos 7.000 refugiados políticos de otros países de América Latina.
Brasil, patria de los gorilas mayores, se había encargado de ese servicio. Había promovido , dos años antes, el golpe reaccionario en Bolivia que quitó a Chile un respaldo sustancial y facilitó la infiltración de toda clase de recursos para la subversión. Algunos de los empréstitos que han hecho los Estados Unidos al Brasil han sido transferidos en secreto a Bolivia para financiar la subversión en Chile. En 1972, el general William Westmoreland hizo un viaje secreto a La Paz, cuya finalidad no se ha revelado. No parece casual, sin embargo, que poco después de aquella visita sigilosa, se iniciaran movimientos de tropa y material de guerra en la frontera con Chile y esto dio a los militares chilenos una oportunidad más de afianzar su posición interna y de hacer desplazamientos de personal y promociones jerárquicas favorables al golpe inminente.
Por fin, el 11 de septiembre, mientras se adelantaba la operación Unitas, se llevó a cabo el plan original de la cena de Washington, con tres años de retraso, pero tal como se había concebido: no como un golpe de cuartel convencional, sino como una devastadora operación de guerra.
Tenía que ser así, porque no se trataba de tumbar a un gobierno, sino de implantar la tenebrosa simiente del Brasil, con sus terribles máquinas de terror, de tortura y de muerte, hasta que no quedara en Chile ningún rastro de las condiciones políticas y sociales que hicieron posible la Unidad Popular. Cuatro meses después del golpe, el balance era atroz: casi 20.000 personas asesinadas; 30.000 prisioneros políticos sometidos a torturas salvajes, 25.000 estudiantes expulsados y más 200.000 obreros licenciados. La etapa más dura, sin embargo; aún no había terminado.
La verdadero muerte de un presidente
A la hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad. La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa. La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en le refugio de un presidente sin poder. Resistió durante seis horas, con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás. El periodista Augusto Olivares, que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces y murió desangrándose en la Asistencia Pública.
Hacia las cuatro de la tarde, el general de división Javier Palacios logró llegar al segundo piso, con su ayudante, el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí, entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de dragones chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando, estaba en mangas de camisa, sin corbata, y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía bien al general Palacios. Pocos días antes, le había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso que mantenía contactos estrechos con la Embajada de los Estados Unidos. Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera, Allende le gritó: “Traidor” y lo hirió en una mano.
Allende murió en un intercambio de disparos con esta patrulla. Luego, todos los oficiales, en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último, un suboficial le destrozó la cara con la culata del fusil. La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que a la señora Hortensia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 años en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible. Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los perros y era de una galantería un poco a la antigua, con esquelas perfumadas y encuentros furtivos. Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que los había declarado ilegítimo pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la libertad de los partidos de oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro. El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que se quedó en nuestras vidas para siempre.



 ¿QUIÉN MATÓ A CHRISTIAN POVEDA?
Roberto valencia
El fotógrafo y documentalista franco-español Christian Poveda murió el 2 de septiembre de 2009. Le dispararon a muy corta distancia dos veces en el rostro. No le robaron nada. Estaba solo cuando lo hallaron, tirado a tres metros de su vehículo, junto a la sinuosa carretera que une los municipios de Soyapango y Tonacatepeque, en el área metropolitana de San Salvador. Acababa de salir de una colonia llamada La Campanera.

Tras un impasse de dos horas por un malentendido con su nombre, a las 5:30 de la tarde la Policía Nacional Civil (PNC) tenía ya la certeza de que el director de “La vida loca” había sido asesinado. La noticia tardó poco en propagarse, como si fuera una epidemia, y en cuestión de horas supo encontrar al escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya en su minúsculo apartamento del barrio Sangen-Jaya, en Tokio. Se enteró mientras navegaba en internet, con un titular de la Agencia Efe que dejaba poco margen para las ambigüedades: “Asesinan al fotógrafo Christian Poveda, director de un documental sobre pandillas”. Los 14 husos horarios que separan Japón y El Salvador habían convertido el miércoles en jueves, el hoy en ayer, el presente en pasado. Pero no amortiguaron la conmoción.

Los caminos de Christian y de Horacio se habían cruzado años atrás. Fue Christian quien lo buscó para proponerle que escribiera el prólogo de un libro de retratos sobre pandilleros que tenía pensando editar en México. La idea nunca cuajó, pero la comunicación se mantuvo porque tenía en mente un proyecto más ambicioso. En febrero de 2008 coordinaron un almuerzo en Madrid, España, en un restaurante de comida gallega del barrio de Malasaña. Horacio quedó sorprendido por el entusiasmo y por el conocimiento exhaustivo del fenómeno de las maras demostrado por su interlocutor. Resultó una reunión amena, de la que Horacio se despidió con una copia del documental “La vida loca”, con un sugestivo ofrecimiento para trabajar juntos y con la impresión de que Christian sabía demasiados nombres y apellidos; demasiados. La relación siguió estrechándose gracias a internet, pero nunca más lo volvió a ver.

Horacio supo del asesinato un año y siete meses después de aquel encuentro. Aturdido como un boxeador castigado, apartó los ojos de la laptop y los dirigió hacia su cuaderno de apuntes. Agarró un lápiz y anotó lo primero que se le ocurrió: “El asesinato de Christian Poveda me ha conmocionado. Era evidente que lo terminarían matando, pero exhalaba tanta confianza y entusiasmo que todos creíamos en su invulnerabilidad”.

***
A Christian lo conocí el 16 de julio de 2008 en un restaurante chino de San Salvador llamado Hunan. Lo cité para una entrevista, y llegó puntual, cargado con su inseparable laptop. Para entonces Christian tenía 53 años, pero parecía más joven. Medía un metro ochenta de estatura, se conservaba bien, proporcionado, y llevaba el pelo en su sitio. Lo singularizaban sus lentes, un grueso anillo en el dedo gordo de la mano derecha y el eterno gesto de seriedad en su rostro, como si le costara sonreír.

—Es que a mí las guerras me siguen por todos lados –me dijo con su castellano afrancesado.

La palabra guerra aparece con demasiada frecuencia en la biografía de Christian. Nació en Argel en 1955, nieto de unos abuelos que huyeron a Argelia de la Guerra Civil Española e hijo de unos padres que huyeron a Francia de la Guerra de Argelia cuando él tenía seis años. Su afición por la fotografía está relacionada con la Guerra de Vietnam y con los disturbios del Mayo del 68 francés. Y apenas pudo escaparse de la casa, agarró una cámara y marchó a fotografiar guerras en Mauritania, Sierra Leona, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, la isla de Granada, Camboya, Irak y Líbano. Con estos antecedentes, no resulta tan extraño que terminara enamorado de la guerra abierta que en Centroamérica libran las pandillas Mara Salvatrucha (o MS -13) y Barrio 18.

La carrera de documentalista la desarrolló de forma paralela a la de fotógrafo. Antes de “La vida loca” había trabajado en otros 15 documentales con temas tan variados como el toreo, la lucha contra el sida o el ciclismo.

En aquella plática con rollitos de primavera de por medio me mostró fotografías impactantes, un repaso por algunos de los conflictos más sangrientos en el último cuarto de siglo. Me impresionaron su memoria y la precisión de los datos con los que enriquecía cada imagen. Así, una foto de unos soldados agazapados a la espera de los suministros de un helicóptero militar guardaba la historia de un operativo antiguerrilla, encabezado por el general Benedicto Lucas, entonces jefe del Estado Mayor guatemalteco, y realizado en febrero de 1982 en un pueblo del departamento de Santa Cruz del Quiché llamado San Juan Costal. Christian estaba consciente de que mil buenas palabras son el complemento perfecto para cualquier imagen.
Aquel día también me dijo que regresó a El Salvador en 2004, dos décadas después de haber cubierto la guerra civil, y que la elección no fue casual.

—Este país tiene una particularidad: es uno de los más pequeñitos del mundo, pero en lo malo está siempre en el pódium de los tres primeros. En homicidios son los primeros, medalla de oro; en pandillas, ahí van; en consumo de droga, medalla de bronce…

La crítica explícita era una herramienta que Christian usaba con frecuencia, y esto le supuso no pocas discusiones y enemistades. Nueve meses antes de que lo asesinaran dejó plasmada, en un foro de internet, su teoría acerca de la crítica como instrumento para el crecimiento profesional: “La crítica es imprescindible, y tiene que ser franca y directa, aunque no guste. Pero eso sí, tiene que ser argumentada, honesta y sincera”.
Esa manera de ver la profesión hizo que Christian no fuera alguien muy querido entre el gremio de fotógrafos de El Salvador, un país en el que cuesta digerirlas.

—Había muchos que decían que eso de hacer retratos de pandilleros es la cosa más fácil, que ese tal Poveda un par de retratos es todo lo que había hecho –dijo Edgar Romero, un fotógrafo salvadoreño de 41 años y mirada profunda.
—¿Muchos? –pregunté.
—La prueba está en que su círculo de amistades entre los fotoperiodistas en El Salvador era pequeño a pesar de ser un tipo que vino sin ninguna jactancia y a tratar de enseñar, pero pocos fueron los que lo escucharon.

Edgar Romero era uno de los pocos amigos que Christian tenía en el gremio. Su amistad se empezó a forjar una mañana de noviembre de 2005, en la que coincidieron a los pies de la catedral de San Salvador. Pandilleros del Barrio 18 habían tomado el edificio para protestar por las condiciones en las cárceles. Ese mismo día, en la tarde, Christian se presentó en el Photocafé, el negocio de Edgar Romero, un bar de luces cálidas y música baja que terminó convirtiéndose en su segundo hogar.

—Yo creo que los salvadoreños –escuché a Christian decir otro día– tienen una forma bastante oportunista de funcionar: se preocupan solamente de ellos mismos y nada más, pero no están funcionando de una manera cívica. Cada uno está en su casa y se preocupa de sus cosas. Y claro, cada uno contrata su propia seguridad, y no se piensa como sociedad.
***
Christian concibió “La vida loca” a finales de 2004, cuando viajó a El Salvador con la idea entre ceja y ceja de documentar el fenómeno de las maras. Confiado en sí mismo y con los conectes adecuados, apuntó alto: se reunió con líderes tanto de la Mara Salvatrucha como del Barrio 18 y logró los permisos para realizar sesiones fotográficas y entrevistas personales a pandilleros en las cárceles y fuera de ellas.

La semilla para la película estaba sembrada, y comenzó a germinar en enero de 2006, cuando abandonó París para instalarse de forma definitiva en El Salvador. Como gran cocinero que era, se trajo el antiquísimo libro de recetas heredado de su abuela.

Tras la buena experiencia con las fotografías, el objetivo ahora era la película. Se lo planteó de nuevo a los cabecillas de las dos pandillas, pero en esta ocasión sólo el Barrio 18 aceptó la propuesta. Se acordó que la filmación sería en La Campanera, Soyapango, una populosa colonia de clase media-baja ubicada a 20 minutos en carro desde el centro de San Salvador. Territorio del Barrio.

Uno de los motores narrativos de “La vida loca” es la panadería con la que los pandilleros tratan de demostrar que son capaces de sostener un proyecto productivo. Esa panadería es parte de esos ofrecimientos para lograr el sí del Barrio. Los hornos y todo el instrumental los tuvo que pagar Christian. Y el alquiler del local. Y la harina. Y la levadura. Y las piñatas. Y los abogados. Y los tratamientos médicos.

Durante el tiempo que funcionó, uno de los gerentes de la panadería fue Moreno. Es quizás el pandillero con el que más relación creó de entre todos los personajes del documental.

El 29 de agosto de 2006, Christian llegó poco antes de las nueve de la mañana a la colonia Bella Vista, en Soyapango, a unos 10 minutos en carro de La Campanera. Entró en el mesón y cámara en mano se dirigió al cuarto en el que dormía Moreno. Ese martes cumplía 26 años y Christian tenía algo en mente.

—Puta, hijoeputa, mirá cómo te veo –dijo, fiel a su convicción de que las palabrotas disimulaban su acento francés.
—¡Puta! ¡Come mierda! Dejá dormir, andate a la mierda –respondió una voz desde la cama.
—Ah, qué culero. Vámonos, vámonos.

No insistió. Cerró la puerta. Moreno dio medio vuelta y al poco se durmió. Moreno es José Luis Rosales, pandillero de la 18 desde los 12 años, amigo de Christian y uno de los personajes que más peso tienen en “La vida loca”. Tiene la piel clara, un bigote tímido en su rostro y por el cuello y el brazo derecho se le asoman tatuajes.

Pasada una hora, Christian regresó y comenzó a golpear de nuevo la puerta. Lo hizo con tanta fuerza que la destrabó. Entró, y le tiró un vaso con agua.
—Levantate, que te vamos a celebrar el cumpleaños.
—Hijoeputa, vos solo casaca sos.
El ofrecimiento iba en serio. Christian había ido a comprar una bolsada de carne, seis libras de arroz, tomates, cebolla y cilantro. También trajo dos garrafones de vodka Troika y cervezas para una tribu entera.
—Y ahorita llamá a los homeboys.
—¿Y qué vas a hacer?
—Celebrar, y lo vamos a poner en la película.

Durante la filmación Christian pagó el alquiler del cuarto en la Bella Vista para evitar el acoso policial en La Campanera, le compró un teléfono celular, lo llevaba a restaurantes de la exclusiva colonia Escalón de la capital.

En octubre de 2007, encarcelaron a Moreno por homicidio agravado y extorsión, pero no dejaron de verse. Incluso encarcelado. Un día antes de su asesinato Christian gestionó ante las autoridades de Centros Penales una visita en el de Quezaltepeque. Moreno la aceptó por escrito pocas horas antes de que asesinaran a su amigo:
“Quezaltepeque 2 de septiembre de 2009. por este medio ago constar que yo Jose Luis Rosales estoy de acuerdo para seguir con la segunda etapa de el documental de Crístian el periodista. yo estoy dispuesto a trabajar con el F. Jose luis Rosales.”
Un año antes, en aquel restaurante chino, había preguntado a Christian por qué tanto esfuerzo y tiempo en retratar este mundo.
—Porque a mí me interesa el trabajo sobre la marginación social –dijo–. Y las maras son un ejemplo universal para demostrar los efectos que generan la marginación y las malas políticas sociales.
—¿Y qué tipo de relación mantienes con los personajes de tu documental?
—Estoy en contacto permanente con ellos. Ahora que salgamos de esta entrevista me voy a ir a ver a algunos. Tú no puedes estar dos años con gente a diario y no establecer una relación. Ellos son lo que son, yo no me involucro en sus cosas, pero de ciertos personajes de mi película, claro, estoy siempre al tanto de si no les pasó algo o si los encarcelan, si siguen vivos… Ese tipo de cosas.

Otros acuerdos cruciales con el Barrio 18 para la filmación de la película eran, en primer lugar, que el documental sólo se iba a exhibir en el extranjero; en segundo, que iba a mostrar la vida de los pandilleros que ya no querían andar en la violencia, y en tercero, que una vez la película se hubiera exhibido en cines fuera del país, Christian entregaría una copia de buena calidad para que la pudieran vender en la calle como DVD pirata.
Evitar que llegara al mercado negro se convirtió en una obsesión para Christian, al punto que, salvo excepciones como Horacio, no prestaba copias de la película ni siquiera a sus amigos. “Le tengo tanto miedo a la piratería que me asusta saber que hay algunas copias paseándose”, escribió alarmado a finales de 2008. Pero lo más que logró su recelo fue retardar lo inevitable. En agosto, unas semanas antes de su asesinato, “La vida loca” estaba en las calles del centro de San Salvador.

En los 16 meses de filmación había hecho amistad con varios de sus personajes, pero transcurridos dos años casi todos estaban ya muertos, o encarcelados o vivían en otras colonias. La Campanera a la que llegó el 2 de septiembre, no era la misma en la que él podía dejar el carro con las puertas abiertas dos años atrás. Él lo sabía mejor que nadie. ¿Por qué entonces alguien conocedor de que algo había fallado en su acuerdo con el Barrio 18 y que sabía como pocos del funcionamiento interno de las pandillas, encendió su carro y lo manejó hasta la boca del lobo?
***
Los datos fríos.
El Buró Federal de Investigaciones (FBI) de Estados Unidos estima que el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha suman unos 24,000 pandilleros activos repartidos en 46 de los 50 estados. Están tan preocupados por la cifra que a finales de 2004, el FBI creó una unidad especial para monitorear y desarticular ambos grupos. La PNC de El Salvador, un país que tiene 0.2% del tamaño de Estados Unidos y su población representa 2%, tiene fichados en sus archivos a 17,000 pandilleros.
—¿Y las pandillas siguen creciendo?
—Sí, en mi opinión, sí.
—¿Estamos peor que nunca?
—Así es. Y el año pasado estábamos peor que nunca, y el anterior. Y en el año 2000 estábamos peor que nunca.
Responde Augusto Cotto, el subdirector de Investigaciones de la PNC. Por su cargo, es el responsable de la investigación policial del asesinato. Está convencido de que el Barrio 18 le cobró a Christian desavenencias surgidas tras el rodaje, aunque no sabe –o no quiere– especificar cuáles. Cotto incluso señala quién es el pandillero que desde un penal dio la orden de ejecutarlo: Nelson Lazo Rivera, El Molleja. El papel que la policía le atribuye es el de encargado de tribu para las colonias de la zona norte y poniente de Soyapango, donde se ubica La Campanera.

El Molleja y Christian son viejos conocidos. Se vieron por primera vez a finales de 2004, durante el trabajo fotográfico que realizó antes del documental. El Molleja posó para Christian. Tiene una mirada triste y enigmática, y su cuerpo parece lienzo. En su cara hay más carne tatuada que sin tatuar. Destacan un gran “666” en la frente, la palabra “SUR” en su nariz, varios “18” y “13” –las dos pandillas en guerra respetan esta cifra porque los identifica como sureños de Los Ángeles– de distintos tamaños y una intimidante inscripción entre las cejas y los ojos: “GAME” a la derecha, “OVER” a la izquierda.

El joven al que la policía presentó como el autor intelectual del asesinato era como un imán para Christian. En su cuenta de Facebook, en el recuadrito donde debía ir su fotografía, lo que aparecía era el rostro tatuado de El Molleja. Además, y a pesar de no residir en La Campanera, no desaprovechó la oportunidad de incluirlo en “La vida loca”. Se le ve en uno de los velorios, junto al ataúd de uno de los pandilleros asesinados. Y más adelante, como uno de los detenidos tras una redada masiva, El Molleja aparece sentado entre docenas de dieciocheros en la presentación ante los medios de comunicación. Christian regaló a El Molleja dos planos, cinco segundos de gloria.
***
La última vez que vi a Christian fue dos meses antes de que lo asesinaran. La Alianza Francesa de San Salvador organizó el 30 de junio un debate titulado “Violencia juvenil, ¿qué soluciones?”, y él era uno de los ponentes. Llegó con su mejor sonrisa y sin recibir ni un dólar a cambio. La charla resultó un evento íntimo, con no más de 30 personas de público. Al terminar, recuerdo que me pidió el teléfono para hacer una llamada a su pareja.

En sus intervenciones, Christian explicitó su postura personal sobre el fenómeno de las pandillas: las políticas represivas implementadas en El Salvador por la derecha fueron un fracaso, hay sectores de la sociedad que se lucran de la violencia, los medios de comunicación locales tienen una cuota de responsabilidad importante, y la única solución a corto plazo es que el gobierno se siente a negociar con los pandilleros y cree condiciones para una tregua entre la Mara Salvatrucha y el Barrio 18.

El mensaje de “La vida loca” está en sintonía con ese planteamiento que dibuja a los miembros de pandillas más como víctimas que como victimarios. En el documental los represores son la policía y el ejército. Los pandilleros son una joven que intenta encontrar a su madre que la abandonó a los seis días de nacida, son una madre que amamanta a su hijo, son un niño de la calle agradecido con la familia que encontró en el Barrio. Son jóvenes que intentan ganarse la vida haciendo pan, pero que son perseguidos. En 90 minutos aparecen pandilleros que se divierten, bromean, bailan, trabajan, se drogan, se convierten al cristianismo o se tatúan, pero no hay ni un solo plano de alguno armado.

Ante esta selección de la realidad que realizó Christian, no es de extrañar que la crítica de cine publicada por el diario francés Libération concluyera con esta frase: “Ha podido dibujar los contornos de los personajes, por lo que ahora es imposible negarles la condición de las víctimas”.

Un aporte fundamental sobre el fenómeno de las maras que hace el documental no está en un primer plano de lectura. La pandilla que retrata va más allá del estereotipo del grupo de jóvenes tatuados con predisposición al delito y a la violencia. Christian logra mostrar la complejidad del fenómeno, y es algo que se ve en los velorios. En el último que se muestra, el de la pandillera tuerta, los tatuados son minoría. Lo que abundan son rostros imberbes, adultos mayores, hasta niños se ven. Todo un entramado social. Con su cámara Christian dejó sin argumentos a los que opinan que las pandillas son un problema estrictamente delincuencial y no social.

Unas semanas antes de que se estrenara, en septiembre de 2008, en el Festival Internacional de Cine de Donostia, en el País Vasco, pude preguntar a Christian qué opinaba él de “La vida loca”, y ésta fue su respuesta:

—La película es, como decimos en Francia, à double tranchant, a doble corte. Realmente yo he compartido la vida de estos locos, y hay algunos que los ves vivir… y los ves vivir y los ves vivir. Y es puro documental, no es como un actor que muere y ya sabes que lo vas a ver vivo en otra película. Aquí mueren de verdad. Y eso es algo impresionante y que le da fuerza a la película, pero al mismo tiempo asusta mucho.
Hoy todo son elogios para “La vida loca”, pero hasta ese 2 de septiembre de 2009 lo cierto es que no estaba funcionando comercialmente. Pasó sin pena ni gloria por los festivales en los que se proyectó, y su primer contacto con la gran pantalla fue una decepción. Se estrenó de manera comercial en España en diciembre de 2008, pero sólo en cuatro salas: dos de Madrid y dos de Barcelona.

—La película tuvo poca repercusión –me dijo Luis Ángel Bellaba, productor y distribuidor en España–. Fue tan leal con el tema de su película, las maras y con el dolor que representa esa vida, que filmó exactamente eso. Y lo describió tan bien que lo hizo a lo mejor muy duro. La gente hoy no está acostumbrada a ese tipo de películas.

Para el 30 de septiembre de 2009 estaba previsto el estreno en Francia, la tabla de salvación. Además de director, Christian era coproductor y había incluso vendido su casa en Francia para financiar el documental. Estaba también convencido de que la viabilidad de su nuevo proyecto dependía de que “La vida loca” obtuviera unos números aceptables. Christian quería dirigir una película de ficción sobre las maras. Y el guión lo iba escribir Horacio.

Quizá por eso recibió con los brazos abiertos la propuesta que le hizo la revista francesa Elle de publicar un extenso reportaje sobre pandilleras justo la semana del estreno de la película en Francia. Una publicidad invaluable.

—Él quería hablar con nosotros –me dijo Moreno.
A Christian lo citaron en La Campanera. Fue porque ese regreso iba a servir para dos cosas: allanar el camino antes de la visita del equipo de Elle y explicar al nuevo liderazgo local del Barrio 18 que él no era el responsable de que el dvd se estuviera vendiendo en las calles.

El miércoles 2 de septiembre Christian madrugó como de costumbre, y se sentó frente a su computadora. Navegó durante al menos dos horas, con constantes ingresos a Facebook, el portal al que dedicaba tanto tiempo en los últimos meses. De la casa salió con una camisa azul oscura para ser entrevistado por la inminente inauguración de la exposición fotográfica en el Photocafé que él había curado. Regresó pasadas las 10. A mediodía volvió a subirse en su Nissan Pathfinder plateada y se dirigió hacia La Campanera.
Elle abortó su reportaje, pero Christian logró sin pretenderlo lo que se había propuesto: publicidad para “La vida loca”. El documental se estrenó el 30 de septiembre en Francia con éxito de crítica y de público, se reestrenó en España el 30 de octubre y con los años quizá se convierta en un documental de culto.

***
Sonaba el Canon en re mayor de Johann Pachelbel cuando a las tres de la tarde del 9 de septiembre entré a la iglesia. A esa hora se cumplía una semana exacta desde el asesinato. Christian era un ateo confeso, pero la familia tuvo a bien organizar una misa católica para que amigos y colegas pudieran honrar su memoria y despedirse. Ésa era la idea. Madre y hermana, llegadas desde España, estaban sentadas en primera fila, cerca de la urna con las cenizas, una sencilla caja de madera dentro de una pequeña corona de flores.

La iglesia de Santa Elena forma parte del complejo funerario privado en el que incineraron a Christian. Es de reciente construcción, de paredes blancas e impecables, con capacidad para 450 personas sentadas y bien iluminada gracias a la luz que entra por las ventanas y por la ciclópea cristalera que hay detrás del altar. La decoración es parca: una gran cruz de madera, estatuas, un cuadro enorme de San Escrivá de Balaguer, la bandera de El Salvador. Lo que más llamó mi atención fue el aire acondicionado.

Callados los violines, la misa inició con apenas un tercio de las bancas ocupadas y una veintena de fotógrafos y camarógrafos enfocando y revoloteando alrededor de la urna como avispas alteradas.

En sus discursos, la hermana de Christian, María José, rogó porque su muerte sirva para cambiar El Salvador; y Aída Santos, una ex juez que aparece en “La vida loca”, dijo que la paz en el país no se logrará entre resentimientos y egoísmos. Mientras se pronunciaban estas palabras, el avispero se peleaba por la mejor toma: ocuparon los pasillos, se sentaron junto a la urna con las cenizas, se aproximaron a la madre para fotografiarla… Ésa fue la despedida del gremio a pesar de que un día antes se hizo circular una solicitud expresa: “Todos y todas sabemos el respeto con que Christian asumía el trabajo periodístico y, por lo tanto, en un momento tan duro como éste, queremos ofrecer ese mismo respeto a su memoria y a su familia”.

En los días siguientes, una fracción de las cenizas voló hacia Alicante, la tierra de la que huyeron sus abuelos en 1939 y a la que regresó su madre. El resto, la porción mayor, por deseo del propio Christian se esparció en tres lugares distintos de El Salvador, el país que quiso tanto y por el que tanto dio.

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