EL PODCAST DE LA SEMANA

martes, 2 de abril de 2019

VOLVAMOS AL CUENTO, PERO CON NUEVAS HERRAMIENTAS


Esta sociedad cambiante, necesita que los profesores evolucionen y avancen en su método de enseñanza.

Enfrascados en formulas, ecuaciones, libros guias, fichas, talleres y pizarras, debemos modificar muchos aspectos de la enseñanza para alcanzar los objetivos, tan exigentes, a que nos obliga el adelanto tecnológico en el que vivimos.

Con la innovación y la digitalización del cuento medio tradicional que han demostrado sobradamente  su  valía  en  la  escuela  durante  muchas  generaciones.  La  era tecnológica se debe encargar de actualizar, dar forma y animar digitalmente los cuantos, para que interaccionen con el software atrayendo y educando a nuestros escolares que son los contructores de este Nuevo siglo.

Los cuentos son familiares y esenciales en la vida del niño y adolescente. Los cuentos son el lenguaje de la infancia, el lenguaje que niños y niñas entienden mejor que ningún otro. Los cuentos proporcionan un mapa afectivo del mundo, tienen el poder de procurarnos un mejor entendimiento de las complejidades humanas e influyen de manera notable en nuestros sentimientos. El cuento refuerza la capacidad de imaginar creando lazos de afectividad entre emisor y receptor, que son pieza clave en la socialización del niño.

Mediante la utilización de un metodo o modelo pedagogico el cual estimule al estudiante a interesarse nuevamente por el cuento y a un mejor que sea de sus propias manos la creacion, diseño y montaje de los cuentos utilizando las TICS como herramienta de transformación y evolución.

 ser espectador y protagonista y mediante esa interpretación se pueden crear circunstancias de aprendizaje de habilidades, conceptos y actitudes. Esta sociedad cambiante necesita que los profesores evolucionen y avancen en su método de enseñanza.

Enfrascados en formulas, ecuaciones, libros guias, fichas, talleres y pizarras, debemos modificar muchos aspectos de la enseñanza para alcanzar los objetivos, tan exigentes que nos ha trazado el adelanto tecnológico en el que vivimos.

Con la innovación y la digitalización del cuento medio tradicional que han demostrado sobradamente  su  valía  en  la  escuela  durante  muchas  generaciones.  La  era tecnológica se debe encargar de actualizar, dar forma y animar digitalmente los cuantos, para que interaccionen con el software atrayendo y educando a nuestros escolares que son los contructores de este Nuevo siglo.

Los cuentos son familiares y esenciales en la vida del niño y adolescente. Los cuentos son el lenguaje de la infancia, el lenguaje que niños y niñas entienden mejor que ningún otro. Los cuentos proporcionan un mapa afectivo del mundo, tienen el poder de procurarnos un mejor entendimiento de las complejidades humanas e influyen de manera notable en nuestros sentimientos. El cuento refuerza la capacidad de imaginar creando lazos de afectividad entre emisor y receptor, que son pieza clave en la socialización del niño.

Mediante la utilización de un metodo o modelo pedagogico el cual estimule al estudiante a interesarse nuevamente por el cuento y a un mejor que sea de sus propias manos la creacion, diseño y montaje de los cuentos utilizando las TICS como herramienta de transformación y evolución.

Ser espectador y protagonista y mediante esa interpretación se pueden crear circunstancias de aprendizaje de habilidades, conceptos y actitudes

lunes, 1 de abril de 2019

jorge luis borges, sobre la creación literaria



Texto inicialTexto oculto

AL FINAL DEL ECLIPSE: MI EJEMPLO DE EJERCICIO CON EL MATERIAL DEL TALLER

                                AL FINAL DEL ECLIPSE




El viejo profesor Norwell sabía que había visto el rostro de la mujer en alguna parte, pero no podía precisar dónde. Buscó entre los jirones de su memoria ese cabello indio, esos ojos amarillos, la nariz aguileña, la boca muy fina y sonrosada, a pesar de no llevar rubor, pero solo encontró destellos de recuerdos, algo indefinible y cruel que hacia dolorosos los fragmentos de voces o rostros extraviados en el pasado. Pero esos destellos de la memoria nada tenían que ver con la treintañera de bluyín viejo y sandalias gastadas, que mientras mostraba un aspecto más triste que el de su blusa amarilla, pedía dinero a sus alumnos.


Entre el asfixiante calor de la mañana observó que la mujer no lo miraba y eso llamó su atención. Norwell sabía que los que piden por necesidad apoyan la mirada en la figura de autoridad más cercana, para ganar su respaldo, para buscar su comprensión, y él, el docente, era esa figura en el salón 204 del bloque Sur. Pero no, la mujer seguía diciendo su cantinela con el tono monótono de los profesionales de la miseria, sin ver a nadie, únicamente atenta a las fugaces miradas de la compañera que la esperaba en la puerta de salida.

“Ahora se irán – pensó, amargado, el profesor Norwell – ya echaron el cuento del niño enfermo y ya recibieron el pago por su actuación. Sí, se irán sin reflejar emoción, porque solo se alegran al contar el dinero recogido”. Pero esta vez el viejo docente se equivocaba: la más bajita y joven, la de la puerta, volteo, y sonriendo estilo Mona lisa dijo a todos y a nadie: “gracias – apretó en sus manos una bolsa grande y negra donde debían caber mil remedios y agregó –su generosidad nos ayudará a cubrir los gastos de esto.

Cuando se alejaban, la mirada del profesor descendió por una imaginaria escalera: pasó de la cabeza alta a la de la mujer pequeña, y de esa a la de Eliana (la estudiante que ocupaba la silla junto a la puerta), para luego, sorprendido, caer en el dibujo de su propio rostro. Eliana, que había agregado un par de arrugas a su dibujo mientras la mujer hablaba, contemplaba la caricatura del profesor sin presentir que él la miraba. Seis líneas representaban su escaso cabello, tres trazos su gran nariz. Los ojos, que debían reflejar un eterno cansancio le habían quedado pequeños, perdidos sobre los cachetes enmarcados en la escasa barba. Solo la boca, con su labio inferior más grueso, la dejó satisfecha. Pero fue justamente esa boca la que ella vio a solo unos pasos de su lugar, mientras los ojos cansados la observaban fijamente.

“Permiso, profesor, voy al baño”. Fue lo único que se le ocurrió a la muchacha para salir de la incómoda situación y lo dijo mientras salía corriendo, insegura, pisando las risas que sus compañeros echaron a rodar luego de sus palabras. Pero no fue al baño, caminó por el zaguán hasta la cafetería, compró una botella de agua y luego de beberla pensó que el tiempo le alcanzaba para llevarla directamente al cuarto del proyecto de reciclaje.

El gran salón de reciclaje estaba oscuro y Eliana pensó lanzar la botella al cesto desde lejos, para probar su puntería. Y así lo habría hecho si no hubiese escuchado esa voz, la voz de la mujer que unos minutos antes pedía limosna en su salón, la voz que decía: “todos estos son unos mierdas, Luisa. Así que no sienta lastima. Ahora los ve y son muy buenesitos, pero después serán los abogados, los arquitectos, los políticos, los ladrones. Luisa, no se me raje ahora, hágalo por mamá, hagalo por ella que se murió esperando justicia, eche esa hijueputa bomba ahí y vámonos rápido, porque ya la active y esta es la que controla las demás, así que no nos quedan más de quince minutos”.

Eliana las vio cuando dejaban la bomba bajo una mesa - oculta en la gran bolsa negra - y luego esperó escondida y aterrada a que las mujeres salieran. Para su fortuna ellas pasaron junto al bulto en el que se ocultaba, sin sentirla y sin sospechar. Luego salió corriendo desesperada hacia la calle y luego, aun mas confundida, regresó sobre sus pasos. Su cuerpo temblaba como hoja al viento y el corazón trepidaba en su garganta. No sabía qué hacer y ni siquiera era capaz de gritar. Sólo la fuerza de un nuevo terror la obligó a correr hacia el salón de clases: una de las mujeres le hacia un gesto claro, la advertencia de que la había visto, una amenaza en la que el dedo que le apuntaba parecía más peligroso que la boca de una pistola. “Pendeja – le dijo desde afuera de la universidad, al otro lado de la malla - si tratan de salir los volamos a todos, hay bombas en todas las salidas, y si vemos correr a la gente les volamos el culo a todos. Sálvese sola y cuidado dice nada porque ya la vimos. Usted decide pendeja”. Entonces Eliana corrió torpemente al salón, corrió como lo haría un zombi, y esa imagen terrible fue la que vio el profesor Norwell cuando ella se derrumbo llorando sobre una silla.

“vamos a morir. Bombas. Las bombas – todos la miraban pero nadie entendía sus palabras asfixiadas - pusieron varias bombas y si corremos las explotan”

¿Qué bomba? ¿Quiénes? ¿Dónde? Las preguntas saltaban de las bocas como sapos enfermos, pero Eliana únicamente repetía una y otra vez la misma frase: “nadie debe correr porque si nos ven correr las explotan, nadie…”. Hasta que su voz fue interrumpida por la explosión de un portazo y los gritos de quienes trataban de salir.

“Atrás. Un momento, escúchenme”. La voz que imponía respeto no era la del profesor, era la de una alumna: la señora Martha. La firmeza de su voz estaba respaldada por la experiencia y el sentido de la organización. Empujó a dos compañeros, hizo tres preguntas y trazó en segundos un esquema de trabajo. Si era cierta la amenaza no quedaba sino desactivar la bomba. Ella, aunque trabajaba en la parte administrativa del batallón, tenía el compromiso de asistir a algunos cursos cuando no se reunía suficiente personal y uno de esos fue el de antiexplosivos. Pero no se engañaba, sin ayuda externa no sería capaz de completar rápidamente el trabajo. Así que hizo que todos pusieras a disposición los celulares: tres para mantener conversación abierta con los antiexplosivos del batallón y la policía, otros para contabilizar los minutos a fin de correr hacia el fondo de la universidad, donde no había entrada y muy seguramente no había bombas. Los demás debían avisar a la policía, dar la descripción de las mujeres, repartirse de a uno en los otros edificios para organizar la evacuación hacia el fondo de la Universidad cuando se agotara el tiempo. Martha estaba segura de que cuando llegara el minuto final quienes habían puesto las bombas se alejarían de la un universidad lo más posible. Es decir, que ella y sus compañeros nada más tendrían un minuto para evacuar. En sus cálculos quedaban siete minutos.

Los siete minutos se volvieron seis, y luego cinco, y cuatro dentro del salón de las basuras. Las indicaciones que recibía eran confusas, y solo Jean y el profesor Norwell estaban junto a ella. Trataba de concentrarse pero se perdía en las palabras o en el recuerdo de sus hijos. El tiempo se agotaba y la bomba no era como ninguna otra que ella o el antiexplosivos Luis hubieran conocido. Luis intentaba ayudar desde el celular, pero la bomba estaba perfectamente cerrada y en ella había algo diferente: un teclado y una pantalla. Ya solo faltaban tres minutos cuando Martha desistió de intentar claves y tomó una decisión: “Llamen a los demás y que empiecen a correr, que corran hacia el fondo” dijo con voz quebrada, reconociendo su derrota. La mujer segura de hacía unos minutos se había anegado en un pozo espeso, ese pozo que está hecho de todo lo que tememos perder.

Jean llamó a sus compañeros y luego ayudó a la señora Martha a salir. Desde la puerta del cuarto de reciclaje vieron la increíble danza que representaban cientos, quizá miles de alumnos; la música extraña que hacían sus gritos, sus encuentros, sus caídas. Parecía una inmensa obra de teatro a la que ellos asistían ya sin emociones, sumidos en el abatimiento.

Ni siquiera se dieron cuenta de que el profesor Norwell se había quedado en el cuarto, maldiciendo su lentitud para escribir en el teclado las infinitas claves. ASK123, LUNA, UFPS, CUCUTA, BOMBA, VENGANZA. Ninguna detenía el reloj electrónico que ya marcaba solo un minuto para la explosión. Afuera todo eran gritos y desesperación, pero en el cuarto de las basuras una densa capa de silencio, del silencio de la muerte, protegía al viejo docente de ese mundo. Y flotando sobre el silencio de una muerte que ya sentía suya, regreso en el tiempo: en millonésimas de segundo vio el rostro de Martha, Jean, Eliana, los alumnos, la mujer que pedía limosna dentro de una blusa amarilla, la fiesta de quince años de su hija, el rostro de su padre muerto…la increíble sucesión de hechos que había sido su vida pasaba frente a él y cada uno de esos rostros lo miraba como en una despedida. Wolfgang, Ricardo, Martha Lucía, los compañeros de colegio y universidad, las mujeres que había querido en silencio o amado sobre una cama, o simplemente sobre la agreste piel del mundo. Todos estaban allí diciéndole adiós con sus rostros alegres o furiosos, con sonrisas o amenazas, o simplemente con la tristeza de quien nos ve morir. Y así, cuando el silencio de adentro se confundió con el silencio de afuera, escasamente interrumpido por una lejana sirena que pregonaba su llanto entre el calor y el viento de Cúcuta, así le llegaron a un tiempo dos rostros y un dolor. Vio la cara de la mujer que pedía limosna y detrás de ella, como una luna oculta bajo la sombra de la primera, como un eclipse, vio el rostro de una muchacha también de cabello indio, de mirada intensa, y reflejado en sus ojos amarillos se vio joven y sonriente. Sus memorias de ella eran tan fuertes que el brazo comenzó a dolerle más. Sí, era ella, era su nariz aguileña, la boca fina y sonrosada, a pesar de no llevar rubor. Era la mujer que lo abandonó, la activista política que un día, hacia treinta años, había dejado la universidad y su vida. La que lo abandonó cuando supo que estaba embarazada de él. Era ella, la mujer que lo llamó cobarde por no haber estado dispuesto a matar a un policía, a ese hombre que ella juraba era el asesino de su hermano. Era ella, la mujer intensa y decidida a la que amó durante años, hasta que la amargura le terminó de borrar sus recuerdos, esa de la que nunca supo nada más. Ni de ella ni de su hija. “Selena”, dijo al tiempo que, con sus últimas fuerzas, escribía su nombre en el teclado. “Selena”, dijo como una oración y cerró los ojos sin mirar el cronometro, sin que le importara ya si, luego de marcar ese nombre, esa clave, había detenido en la pantalla la mortal secuencia; sin pensar nada más que en ella y en su hija. “Selena”, dijo el viejo profesor antes de que, desgarrada por el dolor, la bomba de su corazón estallara para siempre.


AUTOR: NORWELL CALDERÓN ROJAS (PERO NO ES MI FOTO)

UN EJERCICIO TERMINADO: EL MOTO

EL MOTO

ves el mundo según los lentes con que miras

Si Cúcuta no fuese tan calurosa viajaría en bicicleta, sintiendo el gusto de estar vivo en cada pulsación firme y diáfana de ese circuito ciego, que guarda el secreto del tiempo que me queda en este planeta. Pero la asfixia y la desidratación ya no se llevan bien conmigo. Por eso viajo en moto, recorro las calles montado una con nombre de jabón para platos: Único, se llama, pero la bautice “la veloz”. En ella recorro las calles polvorientas de Cúcuta, entre un viento caliente que a veces azota con su barba de arena, dura, como la de papá cuando era joven y lo despedíamos con un beso en la mejilla.

Pero aunque vaya de prisa en “la veloz”, tengo tiempo para rastrear la pobreza de las casi felices barriadas y la pulcra y mísera soledad de las casas ricas. Andando repaso los nacientes paisajes que se tragan, con sus edificios chatos, mis recuerdos de infancia, y avisto a la vieja del peinado alto, que tuerce los labios como si el nieto le hubiese untado caca en el bozo. Tres kilómetros más allá veo —como no verla—, a la muchacha de pelo negro y lacio que abre una ventana. Me parte el alma saber que no la veré nunca más, hermosa y humilde a la vez, viéndome con una indiferencia apabullante, dolorosa; es un dolor que sólo borra el garaje mínimamente entreabierto de una casa viejísima y desportillada, por la que se filtran arrogantes una trompa de camioneta negra, de mafioso emergente, y la mirada achinada y amenazante de un tipo joven que parece preguntarme si me quiero morir ya, allí mismo, en medio de la calle.

Veo eso y más: veo la desgracia de una ciudad en la que nada importa, a excepción de la fiesta estridente, el equipo de fútbol o las fotos de los que mentimos sobre nuestras vidas en las redes sociales. En facebook todos parecemos felices y buenos, aunque desde la moto, por la calle, vistos como tal vez son, casi todos los buenos aparecen cabizbajos, inclinados por el bulto de imposibles que les doblega la espalda. Ahí también están los otros, los libres o los presos de sus ambiciones y pasiones: algunas vestidas de putillas esperan el carro lujoso, algunos oyen reggaetón mientras negocian la muerte de su ex socio, aquel otro grita sus complejos frente a una botella en una tienda de barrio. Y están los que lloran de impotencia por el niño muerto, y la gente buena que uno siente como el aroma de una fruta dulce cuando se la cruza en la calle; van sonriendo su sencillez, respondiendo amables, con caras de tías consejeras o relojeros disciplinados y pobres. Se ve y se siente mucho en moto. La moto es un vehículo distinto, una síntesis de la genial simpleza de la bicicleta y la jactancia del carro. Pero, en honor a la verdad, son pocos los que, puestos a escoger, escogerían la moto.

Soy uno de los pocos motorizados que lo son por gusto. Me siento más vivo cada vez que acelero, como un gladiador de aníme, como el capitán Centella en pos de la inalcanzable justicia del mundo, aunque sólo vaya por el periódico o la caja de dulces. En la moto trato de convencerme de que el sol forja la piel, y si  algo  es seguro en este mundo es que en moto la lluvia moja de verdad, como en la primera tormenta después de la expulsión del paraíso. Me gusta la moto, pero sé que también en ella se vive bajo el signo de la muerte; la de la pareja de sicarios que espera el semáforo al lado nuestro por lo menos una vez en la vida, o la que se siente todos los días, rozándonos el pelo en cada esquina, en cada frenada del carro que viene detrás nuestro.

Todo esto no es algo que solo sienta yo, no es exclusivo lo que veo. Cada quien está un poco atareado en lo suyo, pero al final casi todos los motorizados nos parecemos, usamos la moto para llevar hijos al colegio, vender el sándwich envuelto en papel metálico, entregar películas o llegar a tiempo a  la iglesia para tomar las fotos del matrimonio.

Casi, no digo todos, somos así: gente normal que quiere sobrevivir al calor y  los gobiernos de mierda; pero, y este es el punto, no parece que los taxistas, y mucha gente que conozco, piense lo mismo. Ellos parecen creer que los motorizados somos todos tipos que nacieron torcidos, que merecen castigo por el atrevimiento de jinetear en sus narices la libertad. Ellos no se sienten felices de ir resguardados del sol y la lluvia, y  se retuercen de envidia porque el moto pasa junto a ellos y llegará tres minutos antes a su destino. Y he visto como frenan un poquito después, y los he visto cerrar a la parejita de la chapy —casi nunca al que ruge en una 500 c.c.—.  Algunos me han hecho pisar el borde o casi resbalar a la cuneta. Aunque también andan por ahí los motorizados que arrancan los espejos los carros que esperan el cambio de semáforo, Lo arrancan con el manubrio, pero también con la imprudencia.  

De uno y otro lado no son todos, no pueden serlo. Uno no se vuelve mejor o peor por el simple hecho de montar una moto o un carro. La gente no es mala ni buena por razones tan pueriles, aunque es innegable que algunas cosas predisponen más que otras, manejar 16 horas diarias es una de ellas.

Y yo, que escribo esto sin mucha esperanza, sólo quisiera pedirle al tipo que habla por el celular mientas maneja y al señor de la buseta y al caballero del taxi, que piensen en el moto como una persona: primo, ahijado, compadre, amigo. Pedirles que la próxima vez frenen sin rencor, un poco antes de mi nuca, y pedirles que no me maten; pero dudo que  ellos vayan a leer esto, y creo que la bala en la recamara de mi ruleta rusa se activa cada vez que giro la llave, y yo, un jubilado Capitán Centella, salgo en la cursi misión de traerle dulces a mi gente.

Las Palabras. Pablo Neruda

Todo lo que usted quiera, si señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan... Me prosterno ante ellas... Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito... Amo tanto las palabras... Las inesperadas... Las que glotonamente se esperan, se escuchan, hasta que de pronto caen... Vocablos amados... Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío... Persigo algunas palabras... Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema... Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas... Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto... Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola... Todo está en la palabra... Una idea entera se cambia porque una palabra se transladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció... Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces... Son antiquísimas y recientísimas... Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada... Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos... Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo... Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas... Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras.

Pablo Neruda, Confieso que he vivido : memorias.

LINEA DE TIEMPO CUENTO

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EVA UDES

MAPA MENTAL DEL CUENTO

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PARA EVA UDES

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