EL PODCAST DE LA SEMANA

SELECCIÓN DE CRONICAS

 
Cuatrocientos burros estacionados a las puertas de la iglesia pentecostal del corregimiento de Planadas, en el departamento del Magdalena, no es una imagen literaria como los cuatrocientos elefantes recorriendo la playa que imaginara Rubén Darío en “Margarita está linda la mar”, pero no deja de ser asombroso para cualquier ser humano que visite esa región. Si bien el burro no es el animal más poético que existe sobre la tierra, al parecer le falta porte, carácter, tamaño y proporciones áureas, en aquella escondida geografía colombiana no se puede concebir la vida sin el burro: no sólo es el sistema de transporte más usado, sino que desde hace cinco años está ligado al conocimiento del universo. ¡Quién lo fuera a pensar!, el animal que más mala reputación tiene, en cuanto a inteligencia se refiere, lleva a cuestas la difícil tarea de educar a cientos de niños de las veredas de los municipios de Nueva Granada y El Difícil, en Colombia.

Alfa y Beto son dos notables burros de la región, conocidos en todas las veredas y corregimientos del valle del Magdalena bajo Pertenecen al maestro de enseñanza primaria Luis Humberto Soriano, quien muy al alba de todos los sábados carga sus animales con enciclopedias, textos escolares, atlas de geografía, cuentos para niños, literatura universal, y sale no sin antes guindar de Alfa el aviso que define este delirio: Biblioburro. Luego se cala su sombrero vueltiao y arranca la procesión del conocimiento. No hay habitante de los trescientos de La Gloria que no tenga algo para decir a semejante quijotada. El asombro permanece intacto luego de cinco años consecutivos de hacer lo mismo. No es para menos. Parece una caravana santa, tan santa como la familia sagrada llegando a Belén. Mientras el mundo de hoy está conmocionado con el anuncio del súper Airbús A3000 que transportará hasta novecientos pasajeros, en La Gloria y El Difícil la conmoción, la risa, el asombro, la fantasía y el delirio están fuertemente ligados al biblioburro de Soriano, porque la tecnología más avanzada que existe en aquellos parajes es una calculadora. Soriano es un hombre calmado que ignora su heroísmo como todo héroe que se respete. Sólo hasta el año pasado comenzó a darse cuenta de que su idea era tan novedosa que ya se está replicando en distintos departamentos de Colombia. Porque Colombia es un país con un relieve dificultoso, porque Colombia sigue siendo subdesarrollado, porque Colombia sigue siendo un país de iniciativas populares que no se ha deshecho gracias al valor y el ímpetu de personas como Soriano. Lo entrevistaron por radio, lo felicitaron del sistema nacional de bibliotecas, lo proclamaron personaje del año en el periódico Portafolio y lo condecoró el presidente Álvaro Uribe en persona. Y pese a tanto reconocimiento, tanta alharaca y tanto bochinche, su biblioteca personal continúa guardada en cajas porque no ha tenido dinero para construir una sede en el lote que le regaló su madre para ese propósito.

La Gloria y El Difícil quedan sobre una carretera alterna que une dos panamericanas. Si usted no vive por ahí difícilmente se detendrá, pasará a ciento veinte kilómetros hacia Plato (Magdalena), para atravesar el puente más largo de Latinoamérica. Y punto. Dirá qué bonito paisaje, se morirá de calor, admirará el atardecer, y tendrá la canción de moda en su estéreo digital, mientras allá, lejos de la carretera pavimentada, el conocimiento se sigue moviendo en burro.

Sin duda Soriano es un quijote colombiano, que enloqueció como el Caballero de la Triste Figura con los libros. Cuando su tía le leyó Margarita está linda la mar, no pudo dormir en ocho días. Tenía cuatro años y si no lo adivinaba entonces, al menos intuía que su vida estaría íntimamente ligada con la literatura. Es un hombre delicado, con modales y maneras muy propias de la cortesía versallesca, cosa que en sus primeros años le sumaron problemas a los miles que trae la existencia. La costa caribe colombiana, por no decir Colombia entera ni Latinoamérica desde el río Bravo hasta la Patagonia, tienen muchas cosas en común y una de ellas es el machismo. Por el machismo nos vamos a las manos, nos tasajeamos a machete o nos fulminamos a balazos en una taberna ardida de licores pendencieros. Así que Soriano tuvo que soportar las burlas de sus compañeros: un niño que no pateara un balón ni se trabara a coñazos era objeto de burlas malintencionadas. Burlas que lo arrinconaban y lo hacían sufrir, pero también lo alentaban para meterse cada vez más en su mundo personal poblado de princesas cuenta cuentos a punto de ser degolladas si malograban el relato, de cíclopes borrachos e iracundos arremetiendo contra una horda de marineros extraviados, de pueblos enteros que un día olvidaron los nombres de las cosas y tuvieron que rebautizar el mundo, de hombres hastiados que asesinaron por desidia, del tañer desolado de las campanas que lloran los muertos de la guerra. Sin saber se fue metiendo en los millones de mundos posibles que propone la literatura, hasta el punto de que a su tía le recomendaron, como a la sobrina del Quijote, que le prohibiera leer más libros para salvarlo de la chifladura. Y la tía no hizo caso, menos mal, y decidió enviarlo a Valledupar, la tierra del vallenato, para que se educara en mejores colegios. Aquello fue peor porque el pequeño Soriano más se demoró en llegar que en ubicar una biblioteca pública. Y en la biblioteca, El Quijote. Cosa brava.

***

Soriano sabe que tiene un tocayo escritor pero todavía no ha tenido la fortuna de leer nada de Oswaldo, el que bien pudo imaginar un día a un hombre, a un burro y una tierra caliente, y centenares de libros viajando por veredas tropicales, porque esa era su estirpe de escritor: hacer que el absurdo reinara y fuera posible, como en A tus plantas rendido un león o en Triste, solitario y final. Pero la historia de Soriano, el bibliotecario que por ser de La Gloria es glorioso, tendría que ver más con Pedro Páramo porque de alguna manera carga en sus burros toda la poesía y la tristeza y el abandono de Comala, la ciudad sin presente.

Tuve la fortuna de conocer a Soriano y de montar en Alfa, la fortuna de estar en verdadero silencio en la mitad del valle de Ariguaní, y de tener conversaciones largas, de burro a burro, con el mejor bibliotecario que existe después de Borges, para mi gusto. A las siete de la mañana partimos desde su casa, atravesamos La Gloria y buscamos la entrada a las trochas que conducen a las veredas. Cuarenta y cinco minutos después llegamos a la primera casa, un rancho mal levantado que parecía una casa parapléjica. Junto al rancho había una ramada y animales de cuido. Salió a saludarnos un hombre con una sonrisa tan honesta que la sensación era como si un árbol nos estuviera apretando la mano. El saludo de la tierra. Luego aparecieron doña Lilia Ramírez y sus tres hijos. Soriano desmontó con parsimonia y comenzó a desplegar la magia de Melquíades en Macondo. En segundos tenía una escuela improvisada en la mitad de Comala. Mesas plegables, tipo picnic, butacas, y libros que los niños fueron agarrando como si fueran naranjas en su palo. Mientras los niños leían y se engolosinaban con las ilustraciones, Soriano se encargó de la más pequeñita, mostrándole las letras con cariño y dedicación. A este bibliotecario glorioso se le ocurrió la idea de llevar la escuela a las casas en vista de que la disculpa más frecuente que tenían los niños para no hacer los deberes escolares era la falta de libros de consulta. Eso y la precaria infraestructura de las tres escuelas rurales que existen en la zona. A lo largo de su vida ha logrado hacer una biblioteca con tres mil quinientos libros que cuida con esmero. Guardadas las proporciones, las trescientas personas del casco urbano de La Gloria tienen más libros por habitante que la gente de Bogotá, que para llegar a doce libros por persona tendría que tener cien millones de títulos en las bibliotecas. Que no los tiene.

Cuando Soriano consideró que ya era tiempo de partir, les preguntó a los niños con cuál libro se querían quedar y ellos hicieron su elección. Entonces apuntó los títulos y le hizo firmar la hoja de préstamos a doña Lilia. Y es que Soriano es todo. El bibliotecario, el mensajero, el prestamista, el conductor de los burros, el jefe de eventos especiales y el maestro.

Continuamos el camino por trochas improvisadas entre fincas, abriendo portalones desde el burro, en medio de una sabana hermosa poblada de enormes ceibas y cañaguates con flores tan amarillas como el amarillo de los árboles en un otoño europeo. Y Soriano, mientras tanto, me contaba su historia. Una que para él no es anormal ni fuera de lo común, pero en mí producía el mismo tipo de asombro de Sancho Panza cuando Quijote le señalaba un batallón de gigantes disfrazados, por medio de encantamientos y pócimas, de molinos de viento. En un momento dado pensé que el biblioburrista había enloquecido y se escapaba por entre un bosque de arbustos espinosos y árboles despelucados que lo abrazaban con su follaje.
–Es un atajo –me gritó.

Mi burro, mañoso burro, se conocía el camino de memoria pero fingía resabio y se resistía a meterse por allí. De haberle hecho caso a su intuición campesina hubiera podido evitar esa sensación de que nos seguían de cerca. Me sentía observado en todo momento. Apuré mi burro al mejor estilo costeño, halándole los pelitos del anca a la altura del espinazo, hasta alcanzar lo que para mí era el salón García Márquez de la biblioteca de La Gloria y preguntarle en voz muy baja

–¿Nos siguen?
–No hombe, qué va. Por acá es mejor no hablar mucho porque se pone nervioso el ganado –contestó, casi susurrando.

Eso era. Entre el follaje estaba el ganado bravo, el criollo jorobado de cachos altaneros, mirándonos pasar como si fuera un cordón de seguridad hosco, prestando guardia contra su voluntad, esperando que saliéramos cuanto antes de su territorio. Y al final del pequeño bosque la comitiva general nos esperaba: diez o veinte reses concentradas en los burros. Para ser franco, hubiera preferido ser víctima de un encantamiento en ese momento para ver gigantes a punto de degollarme con pesadas espadas, a tener esa sensación de ser un capote sin torero a la vista. Nada más indefenso que un par de burros, hasta el cuello de libros, pasando en medio de una manada de toros bravos. Soriano punteaba la que podría convertirse en una penosa travesía, haciendo ruidos de vaquero avezado. Y yo tan sólo atinaba a decirle a ese pocotón de cachos, que venía con él, y que llevaba conmigo las mesitas y la sala de referencia de la biblioteca de la zona. Todo esto mientras los toros bramaban y resollaban con vehemencia. Pasamos no sé si gracias a nuestro Dios o al dios del burro, pero pasamos ilesos.

***

Una de las cosas que me contó a lo largo de la travesía fue que hace dos años asistió a un evento en Santa Marta, organizado para compartir experiencias de bibliotecas comunales.

–Todos los que hablaban se referían a bibliotecas hechas, con infraestructura sólida; hablaban de buses biblioteca y cuanta cosa. Y a pesar de la vergüenza que me producía me paré y dije que la biblioteca de mi pueblo andaba en burro. Podrán imaginar la turbación de aquel auditorio. El desconcierto fue total y la ovación general no se hizo esperar. Desde entonces comenzó una dinámica distinta impuesta por Soriano: de pronto todas las quejas parecieron ridículas y aquello de conseguir recursos para reparar la dirección hidráulica del bus de un municipio pasó para siempre a segundo plano. Porque a este hombre tranquilo todo le ha tocado de pa´rriba. Se licenció de Literatura y Humanidades en la Universidad del Magdalena. Pero se licenció a distancia, con clases presenciales cada ocho días en Plato, que está a dos horas de camino, o en Santa Marta, que está a cuatro, unas veces hospedándose en casas de amigos, y otras durmiendo en los parques.

Algo muy extraño pasa en aquella tierra tan hermosa. La palabra tesón parece estar tatuada en el alma de su gente.

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Hora y media después de abandonar la casa de Lilia, llegamos a un lugar conocido como El Palacio, que de palacio tenía el nombre o la poesía del nombre, porque en realidad era otro rancho en muletas sostenido por los sueños de los hombres. En aquel lugar, quince niños esperaban la llegada del biblioburro, protegidos del sol bajo el techo de palma, compartiendo espacio con cuatro hombres que pilaban maíz y una horda de animales de cuido paridos. Pasaba mamá pata pidiendo vía para los paticos, y se cruzaba con la gallina y sus pollitos que casi tenían que rodear una marrana recién parida, y alrededor los borricos recién nacidos, los chivatitos berreando por leche y la perra amamantando. El Palacio estaba bendecido. Al encuentro de Soriano salió la maestra de la escuela del Brasil, Madelis Judith España, asombrosa mujer de 27 años que decidió combatir el analfabetismo de su vereda a cuenta propia y fundó la escuela en una ramada de la finca de su padre. Comenzó a educar cuando tenía 17 a cambio de la satisfacción, nada más. Durante los primeros años sus honorarios eran el agradecimiento de los padres de familia, cifrados en gallinas o huevos o chivos o burros o maíz o leche.

Estaba vestida con un traje tejido a mano por ella misma, y lucía un hermoso tocado rojo también tejido con sus manos: Penélope en su paciencia santa, que educa, que teje y que sueña con mejores hombres. Madelis España es socia permanente de Soriano en aquella poética labor de educar sin recurso alguno. Es la principal usuaria del servicio de préstamos domiciliario del biblioburro, la mujer más inquieta por el conocimiento, la más preocupada por ofrecer una educación básica con calidad. Lo único que interrumpió el ambiente de Sagrada familia fue una gallina que de pronto saltó sobre la mesa para anunciarnos con mucho cacareo la dichosa puesta de un huevo más en su vida.

–Ya, cállate, que sólo es un huevo –le dijo Soriano a la gallina y los niños inundaron de risas El Palacio.

El periplo de aquel sábado terminó dos horas más tarde en Planadas, el lugar donde está la iglesia pentecostal, punto de encuentro más concurrido con el biblioburro. Debido a que los colegios apenas estaban comenzando clases, la afluencia de niños era poca, según dijo Soriano, porque a veces se reúnen hasta doscientos niños. Sin embargo, y pese a la época de enero, lo esperaban cincuenta niños con sus padres, y dos maestras. La algarabía fue total. El biblioburro había llegado a un paraje exótico, y desplegaba todos sus mundos bajo la sombra de muchos árboles, como si fuera un camping de conocimiento. La voz del viento y los trinos de los pájaros constituían las hermosas paredes de esta biblioteca única en el mundo: la prueba viviente de que a veces la montaña se mueve hacia Mahoma. En la medida en que Soriano descargaba de los nobles burros su preciado tesoro, los hombres ayudaban a desplegar las mesas, los niños iban buscando asiento y las maestras formaban pequeños grupos para leerles en voz alta alguna fábula. Luego Soriano se encargó de sacar un atlas para mostrarle a un grupo de señores el lugar exacto que ocupaban en el mundo. Porque la colección que llevaba Soriano en aquella ocasión, era una variada muestra de su biblioteca: rompecabezas, cartillas de lectura, cuentos para niños, fábulas, libros de matemáticas, libros animados, manuales prácticos y atlas geográficos. Cuando Soriano extendió sobre la mesita Colombia inédita, la mayoría de los adultos se acercaron a ver las fotos del país que les tocó en suerte. Miraron de cerca la Sierra Nevada de Santa Marta, la misma que a veces se ve lejana entre la bruma calurosa del Caribe; conocieron la selva del Carare, el sol de los venados en los llanos orientales, selváticos ríos del Chocó, los bosques de niebla de la Sabana de Bogotá, y miraron el mar de San Andrés como si fueran marinos trazando rumbos en una carta de navegación.

Una señora que asistía por primera vez al dichoso evento, tomó un rompecabezas y se quedó petrificada ante el juego. En sus sesenta y cinco años de vida era la primera vez que veía uno de esos y no sabía qué debía hacer. Tal vez sea esa la imagen más contundente para entender el tamaño de la empresa de Soriano, que a veces se retira un poco de la multitud para admirar con el corazón semejante prodigio. A su lado, Alfa y Beto que, a pesar del cansancio por la travesía, también parecen satisfechos con su obra. Y alrededor, amarrados a los árboles, al menos treinta burros más compartían el convite, porque todos los asistentes llegaron en burro. El mismo animal que tiene encendida todas las alarmas en España porque en ese país está en vías de extinción. Hasta existen hoy en día ONG dedicadas a la preservación del burro catalán, cosas como Burros sin fronteras y otras instituciones imposibles de concebir en esta región de Colombia, o tal vez imaginables desde la perspectiva de la literatura. Increíble la paradoja: mientras en España nadie creería que existe un biblioburro, en Colombia pasará por loco quien diga que el burro está en vías de extinción.

Sin temor a equivocaciones puedo asegurar que El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha va cabalgando un jumento por el valle de Ariguaní, en el Magdalena. En Colombia.


Hugo Martínez —39 años, 118 centímetros— bebe un nuevo buche de cerveza y empieza a enumerar las ventajas de los enanos: no se descalabran con los travesaños de las puertas, ni sufren cuando se agachan y, como si fuera poco, se libran de toparse cara a cara con Dennis Rodman, ese tipo tan feo.

Sus compañeros de juerga, enanos como él, largan la risotada. Uno de ellos le golpea la cabeza con la palma de la mano, otro lo empuja, los demás le piden que no les embrome la vida. Todos lucen achispados, felices. Martínez, a gusto en su papel picaresco, levanta las nalgas y las menea en forma chistosa. Después continúa su función.

Cuando se presenta un asesinato —dice—, un enano jamás es el primer sospechoso, así se encuentre al lado del cadáver con una pistola humeante en la mano. Además, como sus ojos están cerca del suelo, tiene muchas posibilidades de descubrir, al lado de una alcantarilla, aquel extraviado billete de 20 mil pesos que los seres normales no pudieron ver por andar englobados en las alturas.

Larry Plazas —16 años, 120 centímetros— le pide a Martínez que suspenda las payasadas, porque ya le duele el estómago de tanto reírse. Martínez lo amonesta con una mirada severa que, evidentemente, es fingida. Sonríe, le pellizca la mejilla. Luego se tambalea como borracho y dice que aún no ha mencionado la ventaja más grande de todas. En este punto se dirige a mí y me advierte que yo no lograría, ni en sueños, un momento de placer con Jennifer López. Lo máximo que conseguiría, si la viera, sería un autógrafo, o comprobar que soy más alto que ella.

—En cambio yo, papá —exclama, con el rostro súbitamente enrojecido—, si me pongo junto a ella, le doy por el culo.
Sus secuaces vuelven a reír de un modo estridente. Uno de ellos opina que Hugo tiene tanta gracia que debería llamarse Chris Rock. Hugo, siempre chusco, le responde que está pensando en ir a una notaría para reemplazar su apellido Martínez por Norrea. Entonces todos comienzan a gritar en coro:

— ¡Hugo Norrea!
— ¡Hugo Norrea!
— ¡Hu—Gonororrea!
— ¡Hu—Gonorrea!

La escena tiene lugar en Mariquita, Tolima, un sábado por la tarde. Faltan tres horas para que los ocho enanos toreros del grupo El Gran Tin Tin comiencen su actuación. Así que mientras llega el momento definitivo, la cuadrilla aprovecha para dejarse caer unas cuantas cervezas entre pecho y espalda. El más sediento es Víctor Prieto —30 años, 135 centímetros—, quien le pide a Hugo, con un gesto teatral, que deje “la hijueputa vulgaridad”.

—Marica, recuerde que a mí me llaman ‘Vulgarcito’ —le contesta Hugo, antes de volver a empinarse la botella de cerveza.
Todos siguen riendo a carcajadas en el patio de la señora Elinor Elles, dueña de la cantina de mayor tradición en el pueblo.

***
¿Por qué lanzar al ruedo a los enanos, precisamente a los enanos, le pregunto a Ezequiel Vargas, dueño de El Gran Tin Tin. Estamos sentados en la sala de su casa, ubicada en la urbanización Arborizadora Baja, en el sur de Bogotá. Son las nueve de la mañana de un viernes cualquiera. Nos acompañan Jorge Ricaurte —26 años, 117 centímetros— y Serafín Zapata 35 años, 127 centímetros—, los dos enanos que viven con Vargas, más conocido en el ambiente taurino con el remoquete de ‘el Curro’.

Vargas se pone a la defensiva y dice que no inventó el toreo bufo, una actividad más vieja que él. Lo que quiero saber, aclaro, es por qué se presume que una gavilla de novilleros diminutos resulta cómica. ¿Será porque nos parece risible el contraste entre su fragilidad y la dureza que se le atribuye a la tauromaquia? ¿O porque los necesitamos como chivos expiatorios de nuestra barbarie? ¿O porque suponemos que las anomalías ajenas son divertidas? Vargas admite que los toreros enanos generan un placer retorcido: la gente se ríe de sus desplantes caricaturescos, claro, pero también disfruta viéndolos arriesgar el pellejo frente a los cachos de un becerro. Noto que, como en el antiguo circo, el gozo es consecuencia del sacrificio. O, por lo menos, del peligro. Alguien debe inmolarse de vez en cuando para que la puñetera vida de todos los días tenga sentido. Es algo que está en la naturaleza de los seres humanos, qué le vamos a hacer. Bien dice el escritor Henry Stein que cuando un niño se planta en el baño mientras su padre se afeita, no es porque considere que ese ritual insulso valga la pena, sino porque abriga la esperanza de que el adulto se desbarate la cara con la cuchilla. Porque lo cierto es que el hombre invoca mucho los mandamientos cristianos, pero a la hora de la verdad le importa un pepino la suerte del prójimo. En el caso que nos ocupa —concluyo— los espectadores no solo festejan la faena jocosa de los protagonistas, sino el hecho de que los enanos sean otros y no ellos.

Vargas se niega a cuestionar las motivaciones del público. Pero en cambio se siente obligado a defender su espectáculo hasta las últimas consecuencias. En principio están las razones económicas. Los enanos que no desafían la cornamenta de una vaca, los que no se contorsionan de manera estrafalaria sobre la barra de un bar, los que no se desnudan en las fiestas de despedida de solteros, los que no actúan como hazmerreír de ferias, son un cero a la izquierda, un yerbajo del rosal. Excluidos del mercado laboral, deben resignarse a ejercer, a ratos, oficios no calificados. Sus estudios son precarios, en parte por discriminación y en parte por la ignorancia de ciertos padres, que consideran una pérdida de tiempo darles educación. Ni siquiera cuentan, literalmente, como ciudadanos rasos, ya que los censos de población los desdeñan. La Asociación de Pequeños Gigantes de Colombia, creada hace tan solo dos años, estima que en este país de 43 millones de habitantes, hay unos siete mil enanos.

¿Cuál es el destino de esos enanos, se pregunta ‘el Curro’, dándose una palmada vehemente sobre la rodilla derecha. Para responder el interrogante, dice, nada mejor que recordar qué hacían y cuánto ganaban los miembros de su elenco cuando él los conoció. Jorge Ricaurte repartía hojas volantes para promocionar un negocio de brujería en el centro de Bogotá. Devengaba 12 mil pesos diarios. Ángel Leal —20 años, 115 centímetros— era vendedor ambulante de juguetes en las calles del sector 20 de Julio. En los días mejores no ganaba más de 10 mil pesos. Víctor Prieto se levantaba a las tres de la madrugada para ir al mercado de Corabastos a desgranar 100 libras de arveja, por la módica suma de 18 mil pesos. Javier Martínez —26 años, 125 centímetros— era blanco de la Policía, por andar traficando con discos compactos piratas. Su patrón, un mercachifle de cuello blanco, apenas le pagaba 10 mil pesos. Larry Plazas estaba sin empleo.

Hoy, como colaboradores de El Gran Tin Tin, reciben honorarios que oscilan entre los 60 mil y los 250 mil pesos por cada velada. Y cuentan con seguridad social porque están afiliados a la Unión de Toreros de Colombia. Cuando peor les va, hacen unas diez funciones al mes, pero durante las temporadas altas esta cifra se duplica. Para los enanos toreros —insiste ‘el Curro’—, los dividendos son palpables. Hugo Martínez, por ejemplo, vive en España seis meses al año, durante los cuales recorre las principales fiestas de su género en ese país. Con los ahorros de sus reiteradas expediciones, ha logrado construir su casa, ladrillo sobre ladrillo, en el barrio La Victoria, en el sur de Bogotá. Javier Martínez es el sostén de su familia, pues sus hermanos normales están desempleados. Laureano Páez —55 años, 135 centímetros— ha viajado por una docena de países. Y Víctor Prieto le ha regalado un techo a su madre, con lo cual consiguió, de paso, apartarla por fin de su marido alcohólico.

Jorge y Serafín, que habían permanecido callados durante todo este tiempo, dicen que los beneficios van mucho más allá de lo material. Incluyen también, según ellos, el respeto de la gente.
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Dos horas antes de llegar a la plaza, los toreros del grupo salieron a recorrer Mariquita. El propósito era promocionar la corrida, atraer una mayor cantidad de público. Los enfiestados habitantes, en efecto, los vitoreaban y les abrían calle de honor, los recibían con carcajadas. Un solo enano es motivo suficiente para la curiosidad, pero ocho enanos juntos repartiendo adioses desde una camioneta sin carpa son ya el colmo de la rareza, el principio de la comedia. Inevitable preguntarse quiénes son, de dónde salieron, cuándo llegaron y para dónde van, cómo se conocieron y qué diablos se proponen, todas esas inquietudes que nadie se plantea frente a un tropel de personas comunes y corrientes. Los seres humanos son capaces de alquilar balcón para apreciar mejor los defectos de sus semejantes. Nada le produce al hombre tanto morbo y tanta hilaridad como la anormalidad de otro hombre. Por eso el circo es el escenario natural para burlarse del prójimo. Y para deshacerse de él entregándoselo a los leones. O a las vaquillas encrespadas como la que a esta hora, siete de la noche, acaba de saltar al ruedo. Se trata de un animal berrendo de carrera impetuosa, que en menos de un minuto se estrella dos veces contra la cerca.

Ángel le saca dos muletazos. Larry le ofrece el capote a la distancia, pero no se le enfrenta. Hugo le muestra la lengua desde el burladero. De pronto, la becerra embiste a Serafín y lo arrastra un par de metros. El público se agita: aplaude, chilla, se carcajea. La cuadrilla auxilia a Serafín y este se levanta del piso y se sacude las nalgas. Luego hace una voltereta en el aire.

Un rato después, la vaquilla pierde el último brío que le queda y jadea perezosamente recostada contra la valla. Pero en seguida agacha la cabeza y resopla con fuerza, hurga la tierra con las pezuñas delanteras, parece envalentonarse en un segundo aire. La amenaza se queda en el puro aspaviento, porque está claro que ningún poder de este mundo moverá a ese animal del punto donde se ha afincado. Entonces, los pequeños toreros se abalanzan en manada contra la novilla. Unos la jalan por el rabo, otros la trincan por los cachos, los demás se le cuelgan en el pescuezo y en el lomo. El público ruge, el animador se exalta. La vaca cae al suelo, dominada por los hombrecillos que están hincados en ella como sanguijuelas. En las graderías estalla una salva de aplausos.

Al final de la jornada, ya en el camerino, los enanos conversan sobre las cuatro horas de viaje terrestre que les esperan a continuación, para regresar a Bogotá esta misma noche. Dormirán muy poco, dicen, porque mañana temprano partirán hacia Yopal. Después vendrá un nuevo destino, y luego otro, y así. Luis Alberto Ballén, el conductor de la buseta que los transporta, estima que en el año 2006 han recorrido unos 10 mil kilómetros.

—Esa fue la vida que elegimos— señala, Serafín, alzando el pecho de manera solemne.
Todos están con los torsos desnudos y en calzoncillos bóxer. De repente, Hugo agarra una daga para cortar un hilo que se le salió a su chaqueta verde. Entonces me mira con sorna y lanza otra de sus bromas.
—Huy, hermano, no se me ponga tan cerca. Recuerde que no hay nada más peligroso que un enano con navaja. Los compañeros, como siempre, sueltan la risotada.

***
Irónicamente, Serafín y Jorge no alcanzan el timbre de la casa donde viven, la de ‘el Curro’. Cuando llegan de la calle, deben silbar fuerte para que les abran la puerta. Si los de adentro tienen la lavadora encendida o están oyendo música, no perciben la señal. En ese caso, a Serafín y a Jorge les toca acudir a la ayuda de cualquier transeúnte que les haga el favor de presionar el timbre.

Pese a los beneficios graciosos que menciona Hugo, ellos saben que no son, precisamente, tipos que anden por ahí tocando el cielo con las manos. La literatura rosa los ha idealizado bastante, personificándolos, a menudo, como débiles capaces del heroísmo más increíble. Pero este mundo no es Liliput, donde las criaturas minúsculas pueden sojuzgar a los gigantes como Gulliver. Y esta vida no es una quimera en la que a David se le permita derrotar a Goliat. La realidad prosaica de todos los días es que el pez grande se sigue comiendo al chico, que los vendavales se ensañan con los arbustos más enclenques.

A eso se refieren ahora Serafín y Jorge, mientras visitamos a Víctor en Corabastos. En un día como hoy, me explican, cuando no tienen compromisos con El Gran Tin Tin, cada quien aprovecha el tiempo a su manera. Víctor continúa madrugando a desgranar sus arvejas.

Lo que abunda en la cotidianidad —recalcan los tres compadres— son las desventajas: el estribo demasiado elevado del autobús, la silla alta del bar que les oprime el corazón, la curiosidad abrumadora de la gente. Para ellos todas las manzanas del árbol son remotas, prohibidas. Y las mujeres, inaccesibles. En este punto Jorge comenta que hace poco se separó de su esposa, Dayra Bulla, que mide 1,76. La humanidad produce a diario toneladas de esquelas románticas para justificarse en medio de la tormenta, pero alguien debería empezar a hablar de los amores que naufragan por los centímetros de más y por los centímetros de menos.

Para sobreponerse al mundo cabrón que les tocó en suerte, es que torean. Todos han recibido cornadas feroces, cierto, pero ese es el precio que deben pagar para demostrar que son capaces de derribar al novillo temible. Y para que todas las plazas de toros del mundo sean Liliput, ese país justo en el que los enanos pueden someter al más gigante.



Bolivia, 1970


Ryszard Kapuscinski

Hay una demostración en el otro lado de La Paz. Gente vestida de negro reunida frente a la universidad: estudiantes, madres y padres, hermanas y hermanos, esposas e hijos de aquellos que murieron en Teoponte. Van en una procesión hacia la zona de Miraflores, donde se encuentra el Estado Mayor. Pasan por las angostas calles de la vieja ciudad, que se eleva pronunciadamente o cae precipitadamente. En toda La Paz no hay una sola calle del mismo nivel. Caminar por ahí es exhaustivo.

La gente conoce lo qué ocurrió en Teoponte y en qué clase de procesión participan. Paran y se quitan los sombreros, y los indígenas, temerosos de Dios, se arrodillan en las aceras. María Cecilia agarra el brazo de María Luisa, quien perdió a tres hijos en un solo día. Yo camino al final de la procesión, porque quiero ver qué pasará.

Los guardias centinelas del Estado Mayor nos admiten sin decir ni una palabra, porque las personas de negro han estado yendo allí cada día hace un mes, y hay una orden establecida para admitirlos. Entramos en una oficina en el edificio central donde, hace un mes, se lleva a cabo cada día el mismo acto. Las familias se sientan en bancas, y el Comandante del Ejército entra para oírlos protestar. Quieren que el Ejército devuelva los cuerpos de los caídos. El comandante responde que eso es imposible por razones de seguridad nacional. Por supuesto que no hay razones de seguridad. El Comandante sostiene que todos los guerrilleros murieron en el campo de batalla. De hecho les dispararon detrás de sus cabezas tan pronto se rindieron. Los cuerpos constituyen evidencia de un crimen, y eso es lo que menos desea el Ejército.

Pero esta vez, en el Estado Mayor, hay una gran confusión. Varias armas fueron lanzadas sobre las mesas y hay papeles regados en los corredores. El desorden es de un golpe de Estado que recién finalizó. El golpe no duró mucho. La estación radial del Ejército en La Paz transmitió un comunicado que decía que la Armada estaba demandando la renuncia del presidente de la República, el general Alfredo Ovando. Ovando estaba durmiendo tranquilamente en la ciudad de Santa Cruz, a 1.000 kilómetros al este de La Paz. Lo despertaron y le comunicaron las malas noticias. El Presidente decidió esperar nuevos acontecimientos. No ocurrió nada durante muchas horas porque los rebeldes, liderados por el general Rogelio Miranda, habían decidido esperar en La Paz y observar qué haría el Presidente. Ovando estaba esperando en Santa Cruz y Miranda esperaba en La Paz. Ambos sabían muy bien las reglas del "Coup détat" (golpe de Estado).

Ovando ya había derribado a dos presidentes. Paz Estenssoro en 1964 y Adolfo Siles cinco años antes. Ovando fue presidente por un año. Había empezado como un político izquierdista, nacionalizando la sucursal local de Gulf Oil y restaurando la legalidad de las uniones de comercio. Se dijo que por esas acciones él quería borrar un punto doloroso de su biografía: había dado la orden para acabar con el herido Ernesto Che Guevara. Era un hombre de instrucción pobre con una cara preocupada. No sonreía y durante varios días podía permanecer sin hablar. Tal vez sentía que no tenía nada que decir. Habiendo contentado a la izquierda por seis meses, Ovando comenzó los siguientes seis meses a contentar a la derecha. Sin embargo, no los pudo satisfacer, porque la derecha decidió retirarlo.

Ovando retornó a La Paz por la tarde. Su avión aterrizó en la base militar de El Alto, a 4.100 metros de altura sobre el nivel del mar en el gran altiplano. El altiplano terminaba abruptamente en un precipicio. Al final del precipicio se encuentra La Paz. Quien controla El Alto tiene una gran oportunidad de controlar La Paz, ya que es fácil bombardear la ciudad desde el borde del precipicio.

Juan José Torres.

Un golpe de Estado contiene muchos elementos de espectáculo. Ovando fue saludado por el general Juan José Torres, el anterior ministro de Defensa en el gobierno de Ovando, a quien el Presidente había sustituido para aplacar a la derecha. Muchos oficiales de la Fuerza Aérea Boliviana lo saludaron; la Fuerza Aérea había declinado tomar parte del golpe. Fue al palacio presidencial e hizo un discurso desde el balcón. Desde ahí se ve toda la plaza principal, conocida como Plaza Murillo. La plaza estaba llena de gente. Se habían enterado del golpe y vinieron a ver el espectáculo. Una orquesta tocaba en el centro de la plaza. Cuando el general la vio, la orquesta se calló; Ovando anunció, más o menos, que todavía era y seguiría siendo Presidente. Apeló al Ejército ha mantener el sentido común y a la gente la unidad. Algunos aplaudieron y otros silbaron su insatisfacción de que nada había cambiado.

Ovando retornó a su oficina e hizo una llamada telefónica a Miranda, quien como Comandante del Ejército estaba sentado en su oficina en el Estado Mayor. Convinieron continuar su negociación en suelo neutral, en la residencia del nuncio papal.

La negociación comenzó a medianoche. A las tres de la mañana Miranda mostró ser sensato y se dio cuenta que Ovando es respaldado por una poderosa fuerza, mientras que él sólo tenía a unos pocos oficiales. Ovando se vio victorioso. Demandó un receso, condujo al Estado Mayor y retornó una hora después rodeado por una escolta de personas armadas hasta los dientes. La negociación continuó.

A las seis de la mañana (era lunes) concluyeron con el siguiente pacto: ambos, el Presidente de la República y el Comandante del Ejército, presentarían sus renuncias. Los oficiales de las guarniciones en La Paz votarían al respecto. Si aprobaban las renuncias, el Presidente y el Comandante darían un paso al costado; si los oficiales las rechazaban, seguirían con las negociaciones y buscarían otra solución.

Los oficiales se reunieron a las tres de la tarde. En un sufragio secreto, 317 votaron por la renuncia y 40 en contra.

Ovando ignoró el resultado. Dos horas después, apareció en el balcón del Palacio y dijo al público expectante que, como Presidente de la República, estaba revocando al general Miranda de su puesto como Comandante del Ejército. El Ejército se dividió. Algunos estaban al lado de Ovando y otros de Miranda. Las facciones opuestas cargaron sus armas, calentaron los motores de sus tanques y aviación. Hay hambre de guerra en el aire.

Ovando no tenía la fuerza mental para aguantar por mucho tiempo. Temía una matanza y decidió retroceder, aún cuando la mayoría de la guarnición estaba de su lado. Todo el lunes por la noche hasta el martes se realizó una dramática reunión de gabinete en la residencia de Ovando. Los ministros lo impulsaban a mantenerse, pero Ovando repetía: no, no. Quería paz; quería ser embajador en Madrid. Ovando era neurasténico, y esta noche decisiva se encontraba con una actitud derrotista que era incapaz de controlar. A las seis de la mañana aplazó la reunión de gabinete, escribió una carta de renuncia, entró en su auto y condujo hacia la Embajada de Argentina para pedir asilo.

Mientras tanto, otro vehículo se dirigía velozmente a El Alto. El general Juan José Torres estaba dentro. En la base, los oficiales de la Fuerza Aérea fieles al gobierno (el cual ya no existía) y representantes de la Central Obrera Boliviana y la Federación de Estudiantes estaban esperándolo. Se estableció un concilio.

Torres fue escogido unánimemente como Presidente Provisional del Gobierno Revolucionario de Bolivia.

Pero en el Estado Mayor no estaban desprevenidos. Anoticiado de la renuncia de Ovando, el general Miranda llamó a una reunión con los rebeldes, quienes lo eligieron como Presidente de la República. Bolivia ahora tenía dos presidentes: Torres y Miranda.

Cada presidente disponía de una parte del Ejército. Una colisión entre bandos traería una matanza y la disolución del Ejército. Ni Torres ni Miranda querían eso; eran generales y estaban apoyados en el Ejército.

En una ocasión, una persona sabia dijo que en política no tienes que hacer nada, porque de todas formas la mitad de los problemas no podían ser resueltos, y la otra mitad se resuelven de por sí. En política, tienes que saber cómo esperar. Quien espera mejor, gana. Torres esperó (en El Alto) y Miranda esperó (en el Estado Mayor). Miranda había salido del golpe muy confundido. En primer lugar había creado el problema anunciando el golpe, pero no sabía qué hacer después. Miranda no poseía un gran intelecto. No sabía cómo unir los hechos; no era capaz de pensar. Se paseaba por el Estado Mayor arrugando su frente.

El maestro Ryszard Kapuscinski.

Los rebeldes, quienes habían confiado en su comandante, tampoco sabían qué hacer. Habían apoyado el golpe de Miranda, eligiéndolo como presidente, pero nada había cambiado. Ninguna orden se dio para ocupar el Palacio o para formar un gobierno. Los rumores aparecieron en la tropa de los rebeldes. Miranda todavía estaba tratando de imaginar, rompiéndose los sesos, presionando su anatomía, pero ninguna estrategia emergió.

No estaba pensando pero, lo más importante, no estaba actuando.

Los oficiales de la guarnición llamaron a una reunión en la cual decidirían nombrar un triunvirato presidencial compuesto por los comandantes de tres de los cuerpos de las Fuerzas Armadas. El triunvirato incluía al general Efraín Guachalla (Ejército), general Fernando Sattori (Fuerza Aérea) y el almirante en reserva Alberto Albarracín (Naval). Tomaron juramento un martes a mediodía en el palacio presidencial.

El martes en la mañana, Bolivia tenía dos presidentes (Torres y Miranda). El martes por la tarde tenía tres nuevos presidentes (Guachalla, Sattori y Albarracín). Los presidentes de la tarde fueron posesionados y los de la mañana no, así que el respaldo legal de los presidentes de la tarde era mejor y los presidentes de la mañana tuvieron que desistir.

De hecho, sólo Miranda resignado intentó dar pelea para llegar a la presidencia. Los presidentes conformaron un gabinete. Nombraron a 18 ministros. El gabinete duró unas pocas horas. Uno de los presidentes, el general Sattori, fue a El Alto en la noche del martes para negociar con Torres. A las tres de la mañana se anunció su renuncia y su respaldo a Torres. Los dos presidentes restantes renunciaron dos horas después. Eran las cinco en punto de la mañana.

Minutos después un hombre de Torres, el comandante del batallón para la seguridad del gobierno, mayor Rubén Sánchez, ocupó el Palacio Presidencial con sus fuerzas. Telefoneó a la Fuerza Aérea de El Alto: "Señor Presidente, el camino al palacio está despejado".

A las seis de la mañana, Torres dejó El Alto y fue a la ciudad. Fue transportado en un jeep. Una larga columna de vehículos lo seguía, llevando soldados de las unidades que lo respaldaban. Multitudes que lo aclamaban se ago1paron al lado del camino. Los residentes de las zonas pobres Villa Victoria y Munaypata estaban ahí. Mineros de Catavi y Oruro. Campesinos de Cochabamba y Santa Cruz, estudiantes de la Universidad Mayor de San Andrés. Torres pasó por ahí, cansado después de una noche de desvelo pero sonriendo. Se inclinaba y decía: “Muchas gracias”, porque la gente lo había llevado al poder. Hubo una huelga general en todo el país desde el martes, como una demostración de gran respaldo a Torres. Miranda y sus rebeldes sabían que no podrían ser capaces de tomar el poder. Se rindieron. Miranda había renunciado y pidió asilo en la embajada de Paraguay.

Después de la llegada al Palacio Presidencial, Torres pronunció un discurso desde el balcón. Una multitud de seguidores llenó la Plaza Murillo y todos los alrededores. La gente lo aclamó en medio de una atmósfera de gran festividad. Torres habló de la revolución y la dignidad, sobre el trabajo y una mejor vida. Dijo que el gobierno combatiría al fascismo, que la gente sería libre. Emergería un gobierno de trabajadores, campesinos, estudiantes y soldados. La multitud estalló en gritos.


El general Reque Terán, quien gracias a Torres se convirtió en el Comandante del Ejército, ahora habla con las familias de aquellos que cayeron en Teoponte. Expresa su comprensión y promete ayuda. Miro por la ventana a los oficiales del Ejército en el barrio residencial colindante al Estado Mayor. Los soldados están cargando equipaje y muebles en camiones. Es día de mudanza. Cada golpe representa un día de mudanza. Aquellos que apoyaron a los perdedores son enviados a destinos lejanos. Quienes resultaron en el bando ganador se trasladan a cuarteles más espaciosos.

- "¿Es usted periodista?", me pregunta. Me había visto escribir en mi libreta.
- "Sí", respondí.
- "¿De dónde?", pregunta.
- "De Polonia".
- "Ah, de Polonia. ¿Es su primera vez en Bolivia?". - "No. La segunda".
- "La segunda. Entonces no conoce este país. Nosotras tampoco lo conocemos. Hay quienes dicen que este país no debería existir. Que Brasil podría ocupar una parte de éste. Argentina otra parte y Perú el restó. Pero éste es nuestro Estado, y una vez que un Estado aparece, seguirá existiendo. ¿Alguna vez vio un Estado nacer y luego desaparecer? Es imposible".

- "Pienso que es un país difícil de entender. ¿Sabía que Torres ganó gracias a los muchachos de Teoponte? Déjeme explicarle. Cuando ellos se encontraban en Teoponte hubo una protesta de que el gobierno estaba permitiendo el caos, que estaba permitiendo una guerra civil. Un gobierno así tiene que ser sustituido y se formó una administración de mano dura. Eso es exactamente lo que Miranda y su gente, toda el ala derechista, dijeron. Pensaron que todo vendría fácilmente. No se prepararon, improvisaron".

- "Entre nosotros los latinos, todo es improvisado. La cosa más importante es comenzar y luego sólo tomamos lo que Dios nos otorga. Pero Dios casi nunca otorga, soy un hombre viejo, créame lo que le digo. ¿Sabe cuántos golpes he vivido? Por lo menos 20. Vi seis cambios de presidente en tres días, simplemente porque Miranda no sabe cómo pensar. Torres es un hombre honesto. Viene de la gente pobre. Nunca conoció a su padre, y su madre es una indígena. Torres es su representante. Pero cuánto tiempo será capaz de resistir, no lo sé”.
* En julio de 1970, Chato Peredo, vengando la muerte de sus dos hermanos, Coco e Inti –ambos asesinados por servir en las guerrillas con el Che Guevara en Bolivia– formó su propio ejército revolucionario. Consistía de 75 hombres, la mayoría de ellos estudiantes; su meta era “la victoria de la revolución, la creación de un gobierno del pueblo y la nacionalización de todas las riquezas”. El 18 de dicho mes, su unidad se internó en la jungla boliviana y fue rápidamente rodeada por el Ejército boliviano y, después de ser privados de comida y agua, se rindieron en el pueblo de Teoponte. Hubo ocho sobrevivientes. 12 habían muerto en la jungla, 55 fueron ejecutados por el Ejército. Ryszard Kapuscinski llegó a Bolivia un mes después.


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EVA UDES

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